un ruido procedente de la escotilla de popa alertó al personal,
que al unísono desenvainó la espada...
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Mucho
murmullo y hablar por lo bajini; música de conspiración más bien, podríamos
decir. A lo lejos, desde la popa,
Javier, en vez de blandir la espada o lanzar un cañonazo de aviso a los
presentes para poner firmes a la tripulación, nos salió con las delicias de su
libro; es decir del libro “Antón Pirulero”, en el que habían publicado un poema
suyo; pero ni caso, cada cual a lo suyo, a la vez que se acentuaba el bisbiseo
conspiratorio, organizado en grupos de dos estratégicamente situados en
cubierta, como si se tratase de ensayar una emboscada, al tiempo que Fenoy
busca en su carpeta el poema rural , que lleva por título Currito, del que entresacamos la siguiente estrofa:
“Blanca la cantinera ,
una muchacha en jarra
le requiere y requiebra
con ternura
extrañada”
el caso es que la lanzada moza,
después de provocar un aflojamiento de huesos en nuestro héroe, éste
toma las de Villadiego, ante las pretensiones de la moza de convertirlo en su
chulo.
El personal -tras manifestar que no está
claro en el poema, le invita a reducirlo y quitar algunos versos para no romper
el ritmo- vuelve a sus tareas cotidianas; no sin dejar de hacer señas
sospechosas algunos miembros de la
tripulación.
A continuación, Isabel Morión nos
lee el cuento titulado Juegos del
travieso Cupido, basada en un suceso real de un atrevido caballero, que
requiere los amores de una de las amigas, que están en un bar, irrumpiendo en agasajos y otras galanterías dignas de
mejor diana.
Cuento conciso y muy bien narrado.
A continuación Isabel nos lee un
poema amoroso muy bonito titulado Todo
existía. Poema que comienza con la estrofa:
“En tardes otoñales
buscabas mi lengua
todo mi cuerpo
con toda locura
que el amor lleva dentro”
Y termina con los versos:
“todo se extinguió
cuando nuestros
cuerpos pasaron”
Poema con mucha fuerza y pasión, al
que algún bucanero apuntó el defecto de
tener cierta rima, cuando era un poema de estructura libre. Pero la verdad, el
poema sonaba muy bien. ¡Cosas de la Academia, en medio de nuestra travesía por
los Mares del Sur!
De repente, , como
si una señal marcial de ¡Ar! convirtiese a la piratería en una panda de
reclutas despistados que, en tropel, se lanzaron por la referida entre trompicones, codazos, algún
que otro traspiés, insultos por doquier, retahíla de blasfemias propias de
expertos en las prácticas religiosas pues el repaso que hicieron de todos los
santos, reliquias y objetos sagrados, a medida que iban rodando por la
escalera, fue de una sapiencia digna de figurar en una novela de costumbres y
dichos; gracias que María Juristo, hábilmente llamó la atención del personal,
leyendo el magnífico poema titulado Sílaba
soy:
“Sílaba soy
metida en tu lengua”
Y otros versos:
“Recostada en un túmulo de luz
que espera baje a las raíces
y envuelva mi cuerpo
cuando fue secreto y mundo”
Muy potente, María
La tripulación, como decíamos , se
calmó, y tras envainar los sables, subió a cubierta, prosiguiendo sus tareas y muy
predispuesta a escuchar las aventuras poéticas de León en Tánger que, como era
de suponer, contó maravillas de la hospitalidad de sus gentes. Porque allá hay
unas reminiscencias españolas muy acentuadas, vividas y conservadas por sus
gentes, moriscos expulsados por los
Reyes Católicos y mirados con recelo por los marroquíes; podríamos decir que
son ciudadanos sin Patria que los quiera aunque eso sí, allí se respira un
aire español y un interés especial por estrechar sus lazos con España. Dicho
lo cual, León una vez más vestido de soneto, nos leyó el poema La sirena, del que entresacamos los versos:
“No sé si eres mujer, pescado o
diosa,
ni de la plata que en tu vientre
escamas
ni
por qué si te llamo no me llamas.”
Y otro poema del que a título de
ejemplo sacamos los versos:
“Debajo de la falda de la Luna
vibraba un colibrí.
Diadema del Islam era la Luna
que sonreía allí.
Del más ebrio jazmín de aquella Luna
locura de frenesí”.
Siempre tan buen poeta, León.
De repente un murmullo , un ¡Oh!
lanzado al unísono por los atónitos piratas distrajo al auditorio y emergió
de las aguas del océano espada en alto y daga reluciente, abriéndose paso entre
los sorprendidos bucaneros, un personaje socarrón, estridente y de sonrisa
aviesa, cortando el aire con su mirar burlesco y lleno de dobleces. Era el
preferido Hijo de Neptuno, enviado a este barco para llenar las cajas de
caudales con el castizo humor que ningún mortal podrá alcanzar en la Historia de los Mares.
Se llamaba nuestro héroe, y se llama, Carlos Tejado, una especie de mezcla
quevedesca y valleinclanesca con el mismísimo Diablo, forjado en la herrería
pintada por Velázquez, en el que el más duro metal se enternece con el beso del
fuego. No me extraña que León entre rugidos exclamase hasta desgañitarse ¡por
cien mil tiburones, a fe mía que nunca vi cosa igual!, dicho lo cual se
precipitó dentro de un barril de vino, porque llevado por el entusiasmo, pegó
un tremendo mazazo en la tapa del referido, que la hizo picadillo.
Desplegar sus manuscritos encima de un barril
y vomitar ingenios en un alarde de mandobles en un campo de batalla, fue visto
y no visto, ante los asombrados filibusteros, que poblaban el maloliente navío.
Nos narró nuestro ínclito una
revisión actualizada del cuento de Caperucita en clave erótica, en la que
combinaba hábilmente una sadomerienda con sadofiestas muy bien diseñadas y un
lenguaje cargado de ingenio en el que la abuelita, nada más que puede, hace
striptease por doquier y se nos presenta a un lobo muy de ahora, vestido de
guardia de tráfico, cobrando la pasta a propios y extraños -supongo que para no
pagar al fisco se llevaría el botín a buen recaudo a estilo de Rato y Cía.-,
presentándonos a una Caperucita haciendo negocios con la abuelita, y el Lobo cobrando a los pánfilos leñadores la minuta
correspondiente.
Todo un hallazgo literario.
El Hijo de Neptuno miró en derredor y
dio la palabra al soñoliento Alberto Ramos que, tras dar varios tajos a un
desvalido trozo de jamón, de entre sus
pertrechos sacó varios papeles polvorientos entre un rollo de mapas, que, sin lugar a
dudas, señalaban rutas de tesoros. Alberto, acuciado por los nervios se puso a
contarnos la historia La decisión del
auxiliar Federico Nogales, en la que pretende contarnos las desventuras de
un hombrecillo con una novia empeñada en casarse con un hombre que llevara
uniforme. Federico de carácter
debilucho, quizás por un resfriado mal curado en su tierna adolescencia -según
me apuntan múltiples mensajes que me llegan a través del wasap-, ni corto ni perezoso dejó la gestoría en que trabajaba y a partir de
entonces pasó por varios trabajos con uniforme... Un desastre, según me apuntan las malas lenguas,
una perfecta desorganización, que provocó su despido de la pizzería, porque
cada dos por tres perdía la mitad de la mercancía; no digamos nada del trabajo
de bombero, pues el muy condenado se le olvidaba llenar los camiones cisternas,
así es que figúrense queridos e
ignorantes lectores. Y no digamos de su trabajo de guardia de la circulación;
ahí es nada, atascos por doquier, que provocaron la mayor parada
automovilística en una gran ciudad como Madrid, sólo aplaudida por los
ecologistas y demás gente con mala leche, lo cual originó una
enorme presión de las petroleras y del insigne Florentino -por lo que
pudiera repercutir en sus suculentos
beneficios de las radiales de Madrid-, que el pusilánime gobierno no pudiendo
soportar. Ni corto ni perezoso, tras un Real Decreto despidió al desdichado
Federico por razones de protección del Orden Público. Bueno, el caso es que Federico
ni una en la diana; mas como su flamante
y bien armada novia siguiese
empeñada en que su futuro radicaba en trabajar con un uniforme adecuado, y que
sólo la tenacidad y demás aditamentos, pueden conseguirlo, nuestro desmadejado
amigo se aventuró a buscar nuevos trabajos de uniformado; pero la caída del
palo mayor cortó por lo sano el relato,
y por un momento nos pusimos a rezar a
Santo Palo, para que nos protegiera de futuros accidentes provocados por
semejantes caídas del velamen, por lo que el cuento fue interrumpido para cuando estemos charlando a sotavento.
Y lo que son
las cosas, la emblemática Rocío -oficinista de pro y muy experimentada en los
viajes en autobús y prestar oídos a conversaciones de viajeros- sobre la tapa de
un barril de agua potable depositó un fajo de papeles, carcomidos por la
polilla, y comenzó a leernos el relato “El fin de semana que me dijiste que sí”, en el que se narra con el vigor
que caracteriza a nuestra brava pirata, las artimañas amorosas de un "amable personaje".
Como siempre, excelente, Rocío.
Javier, el capitán de la tropa, que
había estado ausente de todos estos asuntos que les narro, volvió al libro de
Antón Pirulero, y tras leernos algunos poemas, nos leyó su poema Bote bolero, del que entresacamos los
versos:
“Es mi memoria una casa de pueblo
y nuestros pantalones cortos y los
primos
sin prisa preparando el juego”
Poema cargado de nostalgia, como
muchos de los suyos, con ese amor a la vida que humean sus versos.
Muy bien Javier.
De repente, otra vez un murmullo
insistente, conspirativo de parte de la marinería que tras unos segundos
inquietantes se abalanzaron hacia el capitán al grito de ¡pasémosle por la
quilla!, ante el asombro de sus fieles que nos tenían paralizados, blandiendo
sus sables contra nuestros desprotegidos cuellos; mas el Hijo de Neptuno, tras
gritar ¡por las barbas de mi padre! impulsado por cien tempestades, apretó un
botoncito de su tridente electrónico y salió despedida una pléyade de drones que en un pis pas
maniataron a los sublevados, sancionándolos con saltar por la borda y seguirnos
a nado hasta la costa si tenían la suerte de zafarse de tres simpáticos
tiburones que se entretenían tras la popa del barco, en el jueguecito de mover
las aletas al unísono.
Mientras tanto León, zafándose del
barril en el que cayó anteriormente, se posó en cubierta y lanzó una mirada
muy significativa a Mª Juristo que le contemplaba un tanto complacida por las
demostraciones de León para que nuestra corsaria descansase sus ojos en los
suyos. Una sonrisa de aprobación de la dama le infundió, según dicen, nuevos bríos para emprender otras
estrafalarias aventuras, que ya quisiera para sí D. Quijote.
A continuación, Ignacio Tamés, tuvo a
bien poner música a algunos poemas de Unamuno, terminando con :
“Leer, leer, leer, ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura
seré lo que pasó?.
Por mi parte, finalizo mi bitácora
con unos versos de mi poema Romance de autómatas:
“Ya muy cerca de las once
y tras trabajar con Pon,
no se lo creerán ustedes,
traladaba nuestro Dron
a la señorita Pin
las semillas de Don Pon”
Juan Manuel Criado Manzano
30 de noviembre de 2015
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