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martes, 24 de agosto de 2010

42ª Jornada/III Año: Miércoles, 18 de agosto de 2010

Quién fuera Funes el memorioso

Cuando la tarde ha sido intensa, la memoria no tiene más remedio que ser selectiva. Uno quisiera ser como el personaje de Borges, Funes el memorioso, y recordar cada detalle, pero eso es imposible. Para ello debería ser yo un personaje de ficción y no lo soy (hasta el momento).


En torno a la mesa del Ruiz nos sentamos la tarde del 17 de agosto David, Rocío, Vicente, Paloma y este narrador bitacorero de hoy, Javier. David llegó el primero, venía del cine. Yo, en segundo lugar. Rocío, la tercera trayendo una planta para Carmenfron pensando que iba a venir esa tarde pero luego no apareció (la pobre se puso malita y no pudo venir) y cuando estábamos hablando de cuestiones más o menos banales apareció Vicente por la puerta que, casi sin saludar, nos soltó un ¿Habéis leido el relato "Visor" de Carver que íbamos a comentar hoy? ¿Qué os ha parecido?

Y mientras se sienta a nuestro lado saca una copia del relato y sus notas y no nos da mucha opción de seguir con nuestra charla y yo pregunto en voz alta ¿estamos entonces ya comentando a Carver? Es más que evidente. Y lo comentamos.

El relato "Visor" de Raymond Carver, pertenece al libro titulado “De qué hablamos cuando hablamos del amor”, editorial Anagrama. Aunque se alargue esta bitácora copio aquí el relato:

VISOR

Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente y tendría unos cincuenta años.
-¿Cómo perdió las manos? – le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia –respondió -. ¿Quiere la foto o no?
-Pase –le invité- acabo de hacer café.
Acababa de hacer también un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
-Necesitaría ir al retrete –dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café.
Sabía cómo sostenía la cámara. Era una vieja polaroid grande y negra. La llevaba sujeta con correas de cuero que le rodeaban los hombros y le abrazaban la espalda. Era así como mantenía la cámara pegada al cuerpo. Se ponía en la acera, enfrente de tu casa, la encuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y ahí tenías tu fotografía.
-¿Dónde ha dicho que está el retrete?
-Por ahí, a la derecha.
Doblándose, encorvándose, se liberó de las correas. Puso la cámara sobre el sofá y se estiró la chaqueta.
-Puede ir mirándola mientras tanto.
Le cogí la fotografía.
Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, la escalera principal, el ventanal en saledizo y la ventana de la cocina desde la que había estado mirando.
¿Porqué habría yo de querer una fotografía de aquel desastre?
Me acerqué un poco más a ella y vi mi cabeza, mi cabeza, allí dentro, tras la ventana de la cocina.
Me hizo pensar; el verme a mi mismo de ese modo.
Lo digo en serio: es algo que le hace pensar a uno.
Oí la cisterna. Se acercó por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo; con un gancho se sostenía el cinturón, con el otro se metía la camisa en los pantalones.
-¿Qué le parece? –preguntó- ¿Está bien? Personalmente opino que ha salido bien ¿Sé lo que me hago o no? Admitámoslo: para estas cosas hace falta un profesional.
Se tiró de los genitales.
-Aquí está el café –dije.
Preguntó:
-Está sólo ¿no es eso?
Echó una ojeada a la casa. Meneó la cabeza.
-Es duro, es duro –se lamentó.
Se sentó junto a la cámara, se echó hacia atrás con un suspiro y sonrió como si supiera algo que no iba a decirme.
-Tómese el café, le sugerí.

Yo intentaba encontrar algo que decir.
-Había por aquí tres chiquillos que querían pintar mi dirección en el bordillo. Me pedían un dólar por hacerlo ¿Usted no sabrá nada de eso?
Era una posibilidad remota. Pero lo observé de todos modos.
Se inclinó hacia delante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre los ganchos. Luego la dejó encima de la mesa.
-Trabajo solo –declaró- Siempre lo he hecho y siempre lo haré. ¿Qué es lo que quiere decir?
-Buscaba una relación.
Tenía dolor de cabeza. Ya sé que el café no es bueno para el dolor de cabeza, pero a veces la jalea ayuda. Cogí la fotografía.
-Estaba en la cocina –comenté- normalmente estoy en la parte de atrás.
-Sucede todos los días –dijo- Así que se han ido y lo han abandonado, ¿no es eso? Bien, créame: trabajo solo. Así que, ¿qué dice? ¿Quiere la foto?
-Me la quedaré –respondí.
Me puse en pie y recogí las tazas.
-Estaba seguro –dijo-. Tengo una habitación en la ciudad. No está mal. Cojo el autobús y salgo del centro, y cuando he terminado con los alrededores, me voy a otra ciudad. ¿Comprende lo que digo? Mire, yo también tuve chicos. Como usted.
Me quedé quieto con las tazas y miré cómo bregaba para levantarse del sofá.
Me explicó:
-Precisamente llevo esto por culpa de ellos.
Miré detenidamente los ganchos.
-Gracias por el café y por dejarme a usar en retrete. Cuenta usted con mi comprensión.
Alzó y bajó los garfios.
-Demuéstrelo –le pedí-. Demuéstreme hasta qué punto me comprende. Saque más fotografías de mi y de mi casa.
-No resultará –dijo el hombre-. Ellos no van a volver.
Pero le ayudé a ponerse el correaje.
-Puedo hacerle un precio especial –ofreció-. Tres por un dólar –añadió-. Si se las dejo más baratas, no me compensa.

Salimos fuera. Ajustó el obturador. Me dijo dónde debía situarme, y nos pusimos manos a la obra.
Íbamos desplazándonos alrededor de la casa. Sistemáticamente. En unas yo miraba de soslayo, en otras de frente.
-Bien –aprobaba él-. Estupendo. Y al cabo dimos la vuelta completa a la casa y nos encontramos de nuevo en la fachada-. Son veinte. Suficientes.
-No –sugerí-. Encima del tejado.
-Dios –murmuró. Examino la calle a derecha e izquierda-. De acuerdo –aceptó- así se habla.
Comenté:
Absolutamente todos. Se largaron de la noche a la mañana.
-¡Pues mire esto! –exclamó el hombre, y volvió a levantar los garfios.
Entré en casa y saqué una silla. La coloqué bajo el cobertizo de los coches. Pero no fue suficiente: no llegaba. Cogí una caja de embalaje y la puse encima de la silla.
Se estaba bien arriba, en el tejado.
Me puse de pie y miré entorno. Hice señas con las manos, y el hombre sin manos me devolvió el saludo con los ganchos.
Y entonces fue cuando las vi, cuando vi las piedras.
Era como un pequeño nido de piedras sobre la rejilla de la boca de la chimenea. Ya se sabe cómo son los chicos.
Cómo las lanzan con la idea de colar alguna por el agujero de la chimenea.
-¿Preparado? –pregunté. Cogí una piedra y esperé a que el hombre me tuviera en el visor.
-¡Listo! – exclamó.
Eché el brazo para atrás y chillé: “!Ahora!” Y lancé a aquella hija de perra tan lejos como pude.
-No sé –le oí gritar-. No suelo fotografiar cuerpos en movimiento.
-¡Otra vez! –vociferé, y cogí otra piedra.

RAYMOND CARVER


Y en ese inicio de la crítica llegó Paloma.

Y entonces hubo comentarios de todo tipo. Vicente, defensor a ultranza de Carver (poco a poco nos ha hecho a todos los demás interesarnos en su obra) defiende que es una obra maestra.
Bien, vale, decía Paloma, parece que el final es tan abierto que podría terminar en vacuidad.

Desconcertante Carver, con esos personajes que aparecen en sus relatos, un hombre sin manos que hace fotografías de tu casa y te las vende y adivina que estás solo y que te han dejado tu mujer y tus hijos.


Lo cierto es que es un relato en el que Carver ha utilizado la metáfora. Para contar una realidad inventa símbolos: un personaje sin manos que hace fotografías de tu casa no deja de ser alguien que te viene a mostrar quién eres de verdad y que aparentemente, piensas de entrada, es imposible que pueda hacer una fotografía.

Esa desconfianza del personaje por el fotógrafo está en el relato en la obsesión porque tome una taza de café para poder comprobar cómo maneja los ganchos que tiene en lugar de manos. Todos necesitamos de los demás, ayuda de otro. Porque nosotros solos no sabemos resolver, enfrentar nuestro problema.

El personaje del fotógrafo es central y tiene algo de mesiánico, de salvador. En el relato dice que se dedica a visitar cada casa de la ciudad vendiendo la foto de la casa al dueño. Si no la quiere (lo que podríamos traducir por "si no se deja ayudar") se marcha. Cuando ha acabado con todas las casas de la ciudad se marcha a otra ciudad.

Y el protagonista del relato se deja ayudar y pide que le haga más fotos, unas veinte, por todo el perímetro de la casa, sacándole a él. Hasta que sube al tejado. Ese ascenso es también metafórico y descubre el nido de piedras en la chimenea que empieza a lanzar, desahogándose, tal vez salvándose.


Coincidimos en la frialdad con que se cuenta la historia. Un narrador en primera persona que es más un narrador testigo, describe lo que ve, con alguna breve deducción. El lector debe completar y comprender la historia. Carver nos muestra lo que ocurre pero no nos explica por qué ocurre todo eso. El lector debe completarlo con su propia experiencia.


Interesante conversación. Vicente está satisfecho con el resultado. Él propuso este ejercicio.

Este mes de agosto las Tertulias estamos empezándolas a las 7 de la tarde y se nos hacen cortas. Quedan más cosas por leer y por comentar.

Antes de leer nuevos textos hablamos de cine y recordamos películas imprescindibles de Buñuel:
- El ángel exterminador
- Viridiana

Libros como "Sangre sabia", de Flannery O'Connor, una de las escritoras favoritas de John Huston. O "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry.

Y hablamos de cine. A Vicente y a mí (y la recomendamos al resto de compañeros de Tertulia) nos gustó mucho la película "Madres e Hijas", del director de cine Rodrigo García, hijo de García Márquez. De él es también la película "Cosas que diría con solo mirarla". Y terminamos recordando otra gran película, basada en la novela del mismo nombre "La noche del cazador" con Robert Mitchum.

Y llega el momento de seguir comentando textos. Rocío nos había enviado por email su relato titulado "Aquel verano que comenzamos a crecer". No lo quiere leer porque dice que son nueve páginas y que nos va a quitar tiempo. Que se lo comentemos sin volver a leerlo en el Ruiz. Yo, que no he podido leerlo, lamento mucho prescindir de uno de los atractivos de la tertulia: escuchar al autor, en este caso a Rocío leer su cuento.

Es la historia de cómo vamos pasando de la infancia a la adolescencia y de cómo nos marcan esos años. Un grupo de cuatro amigos, dos chicos y dos chicas sienten sus atracciones y los conflictos que les traerán. Rocío es capaz de tratar con ternura temas como el que trata en este relato, el descubrimiento de la tendencia homosexual de la protagonista que marcará el destino de los cuatro. Buen relato.

Paloma nos lee tres poemas de su serie, que le corregimos, recortamos, reordenamos. Tres poemas que se inician de esta manera:

TREINTAICINCO

Hoy la niebla es la dueña de la plaza
provocas la lluvia con tus pasos
(...)

TREINTAISEIS

Busco fuentes que no sean veneno
¿Hasta dónde se puede llegar
Si rompes la sintaxis cada día?
¿cuánta desviación nos cabe?

(...)

TREINTAISIETE

Una rosa que piso se lamenta
tiene el claro deseo de estar viva

(...)


Paloma está refinando su poesía, definiendo el ritrmo y las imágenes, haciéndose más sintética. Nos gusta mucho todo lo que está escribiendo últimamente. Y se nos hacen las nueve de la noche y David, que tenía preparado para leernos un nuevo capítulo de la novela que está escribiendo se queda sin poder hacerlo. El próximo miércoles 24 de agosto volveremos a tener Tertulia y empezará David leyéndonos su texto. Prometido.

Me quedan muchas cosas en el tintero, lo sé. ¡Quién fuera Funes el memorioso!


Javier Díaz Gil
24 de agosto de 2010


domingo, 15 de agosto de 2010

41ª Jornada/III Año: Miércoles, 11 de agosto de 2010


Raymond Carver, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez

M.P.S. "Meditado Para Siempre"...

Camino bajo el Cielo hostil de un Madrid que crepita por el fuego. Hasta que encuentro por fin el oasis. Lo miro, e inmediatamente después, pienso: ya sabes, David, que al menos hoy no morirás. El oasis cimbrea delante de mí con su danza zigzagueante. Como hacen los espejismos en mitad del desierto. Pero enseguida me devuelve su mirada fresca, y entonces me digo: está ahí, lo ves, mejor dicho: lo sientes; y tú, David, sólo has de creer en lo que sientes. Así que penetro en el edén y me cobijo bajo las ramas de sombra generosa de los árboles que hoy lo habitan: Rocío, Javier, CarmenFron, Vicente, Jimmy Jazz; también, las de los árboles que hoy no están pero que han dejado sus raíces. Y me preparo para gozar de su abundancia vegetal de palabras, libros, versos, historias.

Palabras como las de Jimmy Jazz en el relato que lee y con el que se estrena a este lado del Paraíso: "Me he sorprendido mirando por la ventanilla del tren, más que nada porque no recuerdo haber tomado ningún tren y porque no hay nada que mirar...". Jimmy Jazz es Jaime y es también una voz susurrante y cálida que nos explica que escribió esta historia, sobre un pederasta al que regresaban los demonios de su pasado mientras viajaba en un tren, con la premisa de que el personaje no pudiera interrelacionarse con otros personajes del relato. Siento que Jimmy ha llegado para quedarse: el oasis le ha atrapado bajo el ámbar de su influjo cristalino.

Libros como "Intimidad", de Hanif Kureishi, que pasa de las manos de Rocío a las manos de Jimmy, y en cuyas páginas se narra la noche oscura de un hombre que se dispone a huir de su vida. En la última hoja de la novela cada nuevo lector ha de dejar escritas las ideas, dudas, reflexiones, que su lectura le provoca. Siento más que nunca que estas anotaciones, este libro pasadizo, se ha convertido en los eslabones que no pesan de la gran cadena que nos vincula.

Versos como los de Raymond Carver en su poema "Ondas de Radio", que Vicente trae y la voz de brisa marina de Rocío recita: "Hay en el alma un deseo de no pensar / De estar quieto (...) / Pero el alma también es una afable hija de puta / (...) Mejor cantar a lo que se ha ido / y nunca volverá que lo que aún sigue / con nosotros y estará con nosotros mañana". Siento en mi cuerpo estas gotas de lluvia de sabiduría carveriana-machadiana como diluvio liberador, y me convenzo de que Carver estaba en lo cierto: sabía, mejor que nadie, que escribir es exprimirse, y en la medida en que es exprimirse, es torturarse.

Historias como la que me lanzo a leer a la concurrencia, un fragmento de la novela "Fortunata y Jacinta", de Benito Pérez Gáldos, donde el escritor canario describe el ambiente febril y las interminables discusiones que tenían lugar en las tertulias celebradas en los cafés de Madrid durante la década de los sesenta y setenta del siglo XIX. Galdós escribe: "El español es el ser más charlatán que existe sobre la tierra, y cuando no tiene asunto de conversación, habla de sí mismo". Verdadero: muchas veces tengo la necesidad de hablar de mí mismo, y creo que es porque hablar de mí mismo es mi coartada perfecta para lograr que me escuchen. Y siento que en este vergel donde me encuentro, en mitad de todos los desiertos, siempre hay alguien dispuesto a escucharme.

Antes de que el oasis eche el cierre, Rocío cuenta que Juan Ramón Jiménez repasaba y corregía obsesivamente sus poemas, y que sólo los consideraba terminados de puro agotamiento cuando al pie escribía las siglas: M.P.S. M.P.S. significa "Meditado Para Siempre", y yo siento que esta tarde de agosto que ha terminado será meditada para siempre en mi memoria. Como los buenos recuerdos. Los que nunca se terminan. O se terminan sólo hasta el miércoles siguiente.

David Lerma
15 de agosto de 2010

lunes, 9 de agosto de 2010

40ª Jornada/III Año: Miércoles, 7 de julio de 2010

Final de Tertulia y el día del "Encuentro"

Las haceras aúllan. No, no se trata de veredas, son haceras con “h” de hervir. Muchos son los llamados en este miércoles siete de julio. Pocos los elegidos. Las reparaciones domésticas, el calor, las vacaciones y el Encuentro Deportivo han podido con algunos de nosotros. Pero aún queda un grupo de resistentes. Mientras haya palabra hay esperanza, pienso. Javier y Rocío están sentados ejerciéndola. Pido agua, mucho agua a la vez que mentalmente evoco una piscina y luego el mar. Mar a secas. Eso bastaría. Pero me tengo que conformar con un vasito, servido eso sí por el gentil Julio. Mis desvencijadas sinapsis vuelven a representar el mar, Julio y el mar. El mar en julio. El mar.

Menos mal, que aparece Paloma y Vicente y me sacan de mi vagabundeo neuronal. Paloma confiesa sentirse ligeramente cansada después de tanto festejo. Hablamos de la reciente lectura-presentación de nuestro Poesario en el café Galdós. Fue un acierto la sencillez del acto. Tal vez los cuadros se quedaron un poco pequeños, dada la altura a la que estaban colgados. Vicente precisa que así como los actores hacen una lectura en común del guión antes de ensayar, sería conveniente, para futuras presentaciones, estudiar el texto. Hay que estudiar el texto hasta hacerlo parte de uno. Después nos propone que otro día, por ejemplo en agosto, hagamos un análisis isotrópico de un texto. Nos deja desconcertados. Pienso para mí con mucho cuidado de que no se me suelte la lengua, si no tendrá ese análisis algo que ver con la datación de restos arqueológicos. En ese caso, ¿qué sentido tendría efectuarlo si en la segunda o la tercera página del libro suele venir la fecha de la edición? De nuevo mis dendritas me han jugado una mala pasada. Vicente nos aclara que se trata de efectuar una disección fonética, sintáctica y semántica de una rana o de un texto, mejor. A Rocío y a mi la idea nos da un poco de repelús, pero luego aceptamos. Y aún más: nos hacemos entusiastas defensoras del análisis isotrópico. Rocío propone un texto de Millás. Y de nuevo surgen las diferencias, cordiales, por supuesto. Vicente contraataca con un relato de Cela o de un escritor.

Y sigue sembrando el desconcierto. Resulta que sin nosotros saberlo, usamos el Mig y por eso (a veces) nos entendemos tan bien. Y yo que no me puedo estar quieta, tengo que preguntarlo, tengo que preguntarlo en voz alta: ¿Y qué es el Mig? Podría habérmelo imaginado. Confieso que a menudo no me bastan la suposiciones: Motorización Inglesa por Goteo o Medio de Indigestión Gestual o la más doméstica, Multa por Ingerir Gaseosa.(Se me ocurren otras interpretaciones del tipo: Mear I no echar ni Gota, pero las descarto por inverosímiles además de incorrectas). La purísima, me digo. La purísima teoría de la Comunicación. Finalmente, la verdad se hace palpable, se refiere al Medio de Interpretación Textual que viene a decir que usamos el mismo código para comunicarnos.

Intento leer un poema. Por el camino hablamos de nuestros planes más inmediatos. Viajes con destino marítimo. Intento leer de nuevo, pero alguien me recomienda la estancia en varias casas de reposo. Debo tener un aspecto catastrófico. Hablamos de Almería, esa provincia tan desconocida. Nada me detiene, voy a leer, amenazo. Dedicado a Paloma. Ella sabe por qué.

Amor peninsular

Hubo un tiempo

en que un hombre

podía cruzar

de hombro a hombro

esta península,

tal era su gracia

verdecida.

No rozaba

el suelo,

insumiso de

la ley de la gravedad

y la pereza.

Hoy es un animal desnudo

que un día

perdió el instinto.

No sabía

de este reptar servil

piedra y silencio.

A este poema le suceden otros dos, “Yerro sistemático” y “No te asomes”. Javier me propone alterar el orden de dos versos y suprimir otro. Accedo y ganan.

Paloma lee un poema titulado “Música barata” que aquí transcribo en parte:

Vivo alejada de todo menos del olvido

Llevo muchos kilómetros

Paciencia de cigarra entre piedras

Vestida voy pero no de fuego

Hay mundos de los que no soy capaz de hablar

escribo por eso

En mi afán se me olvida que vosotros sufrís

tengo poco tiempo para todo

verte así tan cerca me empuja hacia el temor

en este viaje alguien va a llorar

cómo saber si serás cuchillo que atraviesa mi cintura

dulce como las fresas y el rojo

no voy a hacer nada

queda aquí descrita la magnitud de los trigales

[…]

Añade que los escribe muy temprano por la mañana, casi adormecida. Los versos le asaltan como relámpagos y luego debe domarlos. Aunque se trate de un análisis impresionista, diría que son muy bellos. Nos lee otro poema más.

Javier lee un fragmento del libro "Bilbao- New York- Bilbao" de Kirmen Uribe. Resulta muy poético.

Y ya es la hora. Hoy es el día del Encuentro. Nos veremos en agosto. Tal vez en una terraza. Vuelta al infierno y a la gloria (deportiva).


Celia Cañadas
9 de julio de 2010
__._,_.___

domingo, 8 de agosto de 2010

39ª Jornada/III Año: Miércoles, 30 de junio de 2010


La Tertulia del día de la huelga del Metro

Huelga de metro total, ni siquiera servicios mínimos. Estos tres primeros días de semana no funcionó el metro. Así que mi temor es que no apareciera nadie por la Tertulia.

Por si acaso, me fui pertrechado de mi ordenador portátil, de un par de libros y de tareas pendientes para hacer. En el café Ruiz podría aprovechar el tiempo si no aparecía nadie.

Pero a pesar de la huelga hubo tertulia. Al poco de llegar yo, apareció Rocío y después David y luego Paloma. Fuimos cuatro aquella tarde, la tarde anterior a la presentación de nuestra exposición doble de poesía visual en el Café Galdós: "Poesario: Huesos y Literatura" y "El jardín de los espejos", esta última a cargo en solitario de Aureliano Cañadas.

Yo me llevé el portátil para terminar de montar una presentación de power point para el día siguiente que fui haciendo con Rocío mientras charlábamos de libros (de algunos libros de poemas en los que son mejores las citas que encabezan los poemas que estos últimos), de la huelga, de la presentación del día siguiente.

Hasta que llegó Paloma y luego David.

Sé que Paloma leyó un poema que comenzaba con este título (su poema veinte): "Yo duermo" y cuya primera estrofa dice:

La vida es esperar a que amanezca

me han dejado sola todos

te quiero tanto que no estoy contigo



Nos gusta mucho la poesía de Paloma, su ritmo te envuelve, es un vaivén que te acuna.

Apenas tomé notas de lo que se habló en la Tertulia, que fue mucho, así que he pedido ayuda a Rocío y a David para completar esta bitácora. Bien podría llamarse ésta, la bitácora de los recuerdos.

Y me dice Rocío:

¡Claro que me acuerdo! Yo fui a dos exposiciones antes de la tertulia por eso mismo, porque si me iba a casa ya no iba a poder ir al Ruiz por lo del metro... Y llegué y allí estabas con tu portátil, con tu libro... con varias cosas por si estabas solo... Y estuvimos un buen rato tú y yo y me contabas lo de un libro de poemas... y entonces leímos una cita de Pessoa: "...La inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón si pudiese pensar, se pararía...". Y esta cita que me gustó mucho es lo único que escribí en mi cuaderno bajo la fecha de 30 de junio. Y luego llegó Paloma con su constipado y su poema. Y finalmente llegó David que venía de cortarse el pelo y andando desde Sol (otra vez el metro) pero que tampoco había querido irse a casa por eso mismo y porque era su ultimo día de tertulia de este curso... Yo me acuerdo más o menos... Hablamos de varios libros con Paloma... ¿Te vas acordando?

Y me sigue dando más pistas:

Yo también recuerdo que uno de los libros del que hablamos, dijo Paloma que qué bonito, era el Ars Amandi de Ovidio. ¿Te acuerdas Paloma? Y Paloma vino diciendo que sus amigos habían dicho que qué le pasaba, cuando les había leído sus poemas. En las celebraciones posteriores de su cumple. Y entonces hablábamos de que qué diferente es cuando les lees algo a las personas que están en tu misma onda. Y ella decía que habíamos estado a gusto en su casa porque estábamos todos en esa onda, y que entonces estuviéramos donde estuviéramos, en su casa, en el Ruiz, donde fuera, estaríamos a gusto recitando y hablando de eso entre nosotros. Si me acuerdo de otras cosas ya os lo iré diciendo...

Y David, al que también acudo, me aporta sus recuerdos:

Javier, siempre al rescate de Rascamán y su querida hija pequeña, la bitácora. Yo también me acuerdo de algunas cosas de aquel miércoles 30 de junio, por si te sirven de algo. Me acuerdo de que acababa de cortarme el pelo, es verdad, y que aunque era tarde y el metro estaba en huelga, no quería perderme por nada del mundo la que iba ser mi última tertulia de la temporada. Así que subí a pie la calle Fuencarral, que soportaba un bullicio festivo y estaba llena de gente, y me crucé con turistas, con ladrones, con policías, con camellos, con putas con caras de niñas, pero sobre todo, con hombres de impresionantes cuerpos atléticos que se dirigían a las fiestas de Chueca. Y recuerdo que estaba feliz y triste a la vez, y que pensaba mucho en la fugacidad del tiempo, y me acordaba todo el rato de ese bolero que se llama "De un mundo raro", no sé si lo conocéis, en el que el protagonista aconseja a su amada, que le acaba de abandonar, que a sus amores futuros no les hable de él, porque entonces se acordará de lo que era "amor del bueno", y en un momento de la canción, el protagonista declara: "Porque yo adonde voy / hablaré de tu amor / como un sueño dorado". Y entonces recuerdo que, mientras subía por Fuencarral, yo mismo me decía: "Así hablaré yo de Rascamán, vaya donde vaya". Por fin llegué al Ruiz, donde esperabais Rocío, Paloma y tú, Javier, y me acuerdo que el Ruiz estaba medio vacío, y que comentamos algunos libros pero lamentablemente no cuáles, que hablamos de amor y de fidelidad, y que Paloma leyó para terminar un poema, que me dediqué a escuchar como si fuera un adiós, pero del que no apunté ni un solo verso, lo siento. Quizás ella sepa cuál fue. Y que nos fuimos a eso de las 9:30 horas, y que yo bajé otra vez por la calle Fuencarral, y que con las dos cervezas que me había tomado los cuerpos atléticos de los hombres me parecieron aún más hermosos, y las caras de las putas casi niñas, más tristes. Y luego el tren de cercanías. Y luego el autobús... En fin.

En un día de huelga de metro en el que se paralizó Madrid, debe quedar constancia que no se paró nuestra Tertulia.

(Gracias a Rocío y a David por vuestros recuerdos).

Javier Díaz Gil
8 de agosto de 2010

lunes, 2 de agosto de 2010

38ª Jornada/III Año: Sábado, 26 de junio de 2010





HASTA SIEMPRE, AMOR


Era extraña la cita en un sábado noche cuando nuestra historia de amor se había fraguado a lo largo de tantas tardes de miércoles, en cafés ruidosos y sombríos que nuestras palabras de amor se encargaron de alumbrar. También, en otros mejor iluminados, cuyas bombillas resplandecieron en cuanto ella y yo entramos por la puerta. Pero hoy era sábado, y yo acudía a esa rara cita nocturna con la esperanza del proverbio árabe golpeándome en la boca “No bajes los brazos: correrías el riesgo de hacerlo un minuto antes del milagro”.


Y el milagro era que ella me siguiera queriendo. Porque habían sido tantas las traiciones cometidas por mí, tantas las horas aciagas que dediqué a tareas más prosaicas, tanto el tiempo malgastado en el que no escribí ni media sílaba maldita, tantos los relatos, los cuentos que quedaron en el olvido o no pude o no supe escribir mejor, tantas las veces en las que no asistí a sus lecturas esgrimiendo excusas que ahora se revelaban absurdas; que la sola idea de que cuando esta noche acabase ella siguiera queriéndome, se me antojaba un milagro.


Llegué a la hora convenida y ella me abrió la puerta. Enseguida, su casa me envolvió con los cálidos aromas orientales de la comida griega e india, la visión de un suculento plato de pollo tandoori con arroz, y a su lado, una apetecible salsa de pepino, el crujiente pan de lentejas y el más mullido pan de pita. Desde el principio traté de ocultar mi tristeza aun sabiendo de la verdad de la máxima latina que una vez leí, y que declaraba: “Amor tussique non caelatur (el amor y la tos no se pueden ocultar)”. No sé por qué ilógica asociación de ideas yo no tosí pero sí recordé aquella sensualidad primera, trece años atrás, cuando nuestro amor brotaba tan limpio como la mirada de los niños que no tuvimos. Cuando nos dedicábamos a contemplar juntos las nubes del cielo, que no eran blancas, pero a las que nosotros atribuíamos una fantástica blancura virginal. Tomamos asiento en la terraza exterior bajo la bóveda de una tibia noche de junio. En esa noche con estrellas las musas tenían nombres de pila: Ángel, Oscar y Piluca. Empezamos a hablar de vaginas escandalosas, de los efectos afrodisíacos de las infusiones de rabo de cereza y cardamomo, de las maniobras frías que debían ejecutar los amantes sin amante para extraer la semilla con la que fecundar un nuevo futuro; todo esto, bebiendo una cerveza tras otra. Por culpa de las circunstancias que atravesaba nuestra relación, esta conversación me resultó una delicia a la vez que un tormento. ¿Qué era el amor, si no?, me reconvine.


Hablamos de eso, pero también del movimiento de la luna y el sol, de los pecados veniales como tirar el pan al suelo, de la longitud de los dedos para descubrir nuestras opciones sexuales, de los michirones de Murcia, de las aburridas amistades de parque que siempre evitamos, de la felliniana abuela Eudoxia, que afirmó que los mellizos eran cosa de la otra familia, mientras la luz de un rayo arañaba el cielo y un gato huidizo, o quizás asustado, asomaba por la puerta del pasillo para escudriñarnos con el enigmático brillo de sus ojos.


Sus ojos… Ella hablaba, incluso más que yo, y yo evitaba mirarla a los ojos, aunque no lo conseguía. Y me acordaba de aquello que Romeo le dijo a Julieta varios siglos atrás: “Eres demasiado bella, demasiado sensata, demasiado sensatamente bella para ser verdad”. Tal vez porque el amor, justificaba yo, no habitaba en el corazón de las personas, sino en sus ojos. O mejor: en el enigma de los ojos de un gato. Pero era precisamente porque la amaba por lo que esta noche me veía incapaz de juzgarla.


Apuramos el magnífico postre, una mousse de limón, y nos pusimos a conversar de poetas y literatura; pensé entonces, desde lo profundo de mis entrañas de amante abandonado, que ese era el verdadero y único vinculo que nos había unido. Hablamos de la poetisa Paloma Sánchez y de sus poemas numerados, de cuyos versos alguna vez habíamos gozado, absortos los dos: “Te llamo león y te haces débil”. O ese otro que sobrecogía con sólo susurrarlo: “la arena que masticas son los años”. O ese otro también, en el que yo creía apreciar de pronto la hipótesis improbable de una alusión personal: “Era tan real como el olor que deja un recuerdo de treinta años”. O ese final que, en realidad, nunca terminaba: “A bailar, como los malditos”. O que terminaba, pero con la duda, crítica y primigenia, de si eran las olas del mar las que golpeaban a las rocas, o por el contrario, si eran las rocas las que golpeaban a las olas del mar.


El siguiente líquido que regó nuestras gargantas fue vino tinto en lugar de cerveza. Y el siguiente poeta en ocupar nuestras memorias Javier Díaz Gil, autor de los versos de una sextina sublime que hablaba de un náufrago devuelto por los mares y de la aspiración a la unión con lo divino, que los dos recordamos con una melancolía que yo quise interpretar sincera. Y a esa sextina le siguió una décima maestra, que contenía un verso de perfil esperanzador: “El final de la partida os mostrará que no he muerto“. En esta muestra de dominio de lo clásico no podía faltar un soneto que ella y yo entonamos al unísono, y en el que el poeta Javier Díaz realizaba toda una declaración de intenciones, resumida en este verso: “No es la luz de esta página mi meta”.


Mi meta, pensé yo, es quererte. Y que me quieras. Pero no lo dije. Me limité a abrir otra botella de vino para mitigar con él la sensación de intemperie que asolaba mi alma por la vía directa de mi paladar.


Seguidamente y en silencio, ella y yo recordamos a otra poetisa, Celia Cañadas, quien también ocupó nuestras cortas tardes comunes de tantos miércoles otoñales, invernales y primaverales que, desde la dolorosa perspectiva actual, parecían condenados a extinguirse. Rememoramos aquellos versos que anunciaban: “Se abovedan mentiras / el precio es seguro”. Y por encima de todos, aquel otro con el que Celia formulaba la gran pregunta fundamental: “¿Por qué se rompe la esfera perfecta de la fruta si mordemos?”.


Eso era: por qué. Cómo, cuándo, dónde. Y por qué. Preguntas y más preguntas... Tal vez fueran sólo preguntas lo que nos quedaba a los amantes cuando el amor se acababa. Porque si el hombre era una pregunta sin respuesta, el amor, mientras permanecía, era la respuesta sin pregunta. Todo lo demás se resumía a recuerdos. Como los que recopilaba la musa Piluca para componer sus libros de fotos, tela y papel, obras mágicas que encerraban toneladas de nostalgia y trabajo en soledad bajo la denominación de Scrapbooking. Nuestras manos acariciaron una por una aquellas creaciones suyas como lo que eran, tesoros de tiempos no tan remotos que quizás fueron mejores. ¿O no…? Como era de otro tiempo la historia de aquellos jóvenes que imaginó la escritora Carmen Frontera Quiroga, que ella y yo rememoramos a continuación con más vasos de vino, y que terminó con las muertes sucedidas en extrañas circunstancias de varios de sus protagonistas. Porque ningún amante podía obviar que la muerte era más importante que el amor, y más definitiva, ya que perduraba más allá de los límites del tiempo. ¿O tampoco…?


El reloj había superado con creces la medianoche cuando el cielo comenzó a descargar sobre nosotros su humedad con algo de rabia o de revancha. A mí se me ocurrió hacer la comparación entre las lágrimas que caían del cielo y mis lágrimas de amante caído en desgracia. Pero en el último momento tuve el acierto de quedarme callado: hubiera sido pésima la metáfora, y aquella figura, figura de pésimo poeta. Y lo cierto era que no procedía ponerse tan rápido en evidencia. Porque en eso se igualaban el amante y el poeta, que ni uno ni otro podía permitirse la libertad de ponerse en evidencia demasiado pronto. Fuimos a guarecernos de aquella lluvia bíblica al interior de la casa, y allí, sentados en torno a una majestuosa mesa de madera, con el olor a tierra mojada, al arrullo de largas estanterías abigarradas de libros que alguna vez leeremos o que alguna vez leímos, recordamos un relato de la escritora Rocío Díaz Gómez. En él, Rocío abordaba el amor homosexual por un frutero que hacía cucuruchos con papel de estraza como el mago sacaba ilusiones de su chistera, y que olía a naranjas por los cuartos oscuros de Chueca. Esta historia me hizo meditar acerca de la belleza y la grandeza del amor imaginado, mayor acaso que la belleza y la grandeza del amor real. Dudé, sí, por supuesto que dudé. Pobre del amor que no dudó de sí mismo. Como pobre de aquel que creyó que la vida se componía únicamente de certezas. Y sobre todo, pobre, pero que muy, muy pobre, de aquel que pudo decirla que la amaba, y no lo hizo.


Del relato de Rocío pasamos a otro de Ana González, titulado “Vuelta a empezar”. ¡Cómo nos reímos ella y yo recordando la historia de aquel tipo que robaba flores de las tumbas vecinas para decorar la suya, antes de entregarse al fragor suicida de un homenaje con visita gastronómica a Segovia y vuelta a Madrid, parada incluida en un burdel de carretera, donde el cuerpo color miel de cuatro mulatas de infarto terminaron por precipitar el óbito de este protagonista! En esa risa de los dos yo creí intuir el regreso de nuestros primeros días de amor luminoso, cuando no sobraban las palabras ni los actos. Porque los dos formaban parte del mismo todo inequívoco.


Pero no.


Nuestra noche tocaba a su fin. Aunque antes de despedirnos resultaba ineludible recitar los versos del poeta José María Herranz. La sala de nuestro adiós se llenó entonces con el misticismo pagano de este poeta especial, que tanto nos deleitaba a los dos cuando lo leíamos juntos. Versos en los que se decían cosas como que “el amor es la voz que declaman las canciones”; que hablaban de “un cuerpo sin país cuyo sexo es el mundo”, o de que “las líneas del mundo son las líneas de mis manos”. Cada nuevo verso, cada palabra de José María, sonaba como el tam-tam del demiurgo, erigiéndose ante mí como suaves epifanías celestiales.


Abandoné la casa bien entrada la madrugada, no sin antes agradecer tanta generosidad y hospitalidad de su anfitriona. Hasta siempre, le dije. Los rescoldos de nuestro amor ardían como ceniza devenida en hielo. Me pregunté si era posible amar a varias personas a la vez, tantas como quince o veinte. Y me respondí que sí, porque la fidelidad no era un acto de amor, sino un acto de voluntad. Y yo esa voluntad la había perdido hacía tiempo. Y si era cierto que había bajado los brazos un minuto antes de que aconteciera el milagro, como proclamaba el proverbio árabe, ya nunca lo sabría. Ella se demoró en su retahíla de excusas sádicas falsamente complacientes con las que se suele nutrir el desamor, para anunciar que se acabaron los cafés mal iluminados, también los silenciosos. Que se acabaron los miércoles por la tarde: démonos un tiempo, quiero vivir mi vida, quizás el próximo mes de octubre…


“Sí, quizás en octubre“, repetí yo una hora más tarde, cuando cerraba los ojos con la cabeza apoyada en mi almohada, ya solitaria, y el corazón roto. Pero hasta octubre, ¿quién me iba a dar a mí la complicidad de sus miradas, las preguntas, los relatos, los versos, las sonrisas y los abrazos, la cercanía sentimental, las palabras de aliento y la sabiduría de los comentarios de todos ellos?


Así, sin respuestas, como se hace siempre, traté de dormirme, confiando en no despertar de aquel largo sueño sin luna hasta que llegase el próximo mes de octubre.


David Lerma Martínez

1 de julio de 2010