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martes, 24 de agosto de 2010

42ª Jornada/III Año: Miércoles, 18 de agosto de 2010

Quién fuera Funes el memorioso

Cuando la tarde ha sido intensa, la memoria no tiene más remedio que ser selectiva. Uno quisiera ser como el personaje de Borges, Funes el memorioso, y recordar cada detalle, pero eso es imposible. Para ello debería ser yo un personaje de ficción y no lo soy (hasta el momento).


En torno a la mesa del Ruiz nos sentamos la tarde del 17 de agosto David, Rocío, Vicente, Paloma y este narrador bitacorero de hoy, Javier. David llegó el primero, venía del cine. Yo, en segundo lugar. Rocío, la tercera trayendo una planta para Carmenfron pensando que iba a venir esa tarde pero luego no apareció (la pobre se puso malita y no pudo venir) y cuando estábamos hablando de cuestiones más o menos banales apareció Vicente por la puerta que, casi sin saludar, nos soltó un ¿Habéis leido el relato "Visor" de Carver que íbamos a comentar hoy? ¿Qué os ha parecido?

Y mientras se sienta a nuestro lado saca una copia del relato y sus notas y no nos da mucha opción de seguir con nuestra charla y yo pregunto en voz alta ¿estamos entonces ya comentando a Carver? Es más que evidente. Y lo comentamos.

El relato "Visor" de Raymond Carver, pertenece al libro titulado “De qué hablamos cuando hablamos del amor”, editorial Anagrama. Aunque se alargue esta bitácora copio aquí el relato:

VISOR

Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente y tendría unos cincuenta años.
-¿Cómo perdió las manos? – le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia –respondió -. ¿Quiere la foto o no?
-Pase –le invité- acabo de hacer café.
Acababa de hacer también un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
-Necesitaría ir al retrete –dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café.
Sabía cómo sostenía la cámara. Era una vieja polaroid grande y negra. La llevaba sujeta con correas de cuero que le rodeaban los hombros y le abrazaban la espalda. Era así como mantenía la cámara pegada al cuerpo. Se ponía en la acera, enfrente de tu casa, la encuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y ahí tenías tu fotografía.
-¿Dónde ha dicho que está el retrete?
-Por ahí, a la derecha.
Doblándose, encorvándose, se liberó de las correas. Puso la cámara sobre el sofá y se estiró la chaqueta.
-Puede ir mirándola mientras tanto.
Le cogí la fotografía.
Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, la escalera principal, el ventanal en saledizo y la ventana de la cocina desde la que había estado mirando.
¿Porqué habría yo de querer una fotografía de aquel desastre?
Me acerqué un poco más a ella y vi mi cabeza, mi cabeza, allí dentro, tras la ventana de la cocina.
Me hizo pensar; el verme a mi mismo de ese modo.
Lo digo en serio: es algo que le hace pensar a uno.
Oí la cisterna. Se acercó por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo; con un gancho se sostenía el cinturón, con el otro se metía la camisa en los pantalones.
-¿Qué le parece? –preguntó- ¿Está bien? Personalmente opino que ha salido bien ¿Sé lo que me hago o no? Admitámoslo: para estas cosas hace falta un profesional.
Se tiró de los genitales.
-Aquí está el café –dije.
Preguntó:
-Está sólo ¿no es eso?
Echó una ojeada a la casa. Meneó la cabeza.
-Es duro, es duro –se lamentó.
Se sentó junto a la cámara, se echó hacia atrás con un suspiro y sonrió como si supiera algo que no iba a decirme.
-Tómese el café, le sugerí.

Yo intentaba encontrar algo que decir.
-Había por aquí tres chiquillos que querían pintar mi dirección en el bordillo. Me pedían un dólar por hacerlo ¿Usted no sabrá nada de eso?
Era una posibilidad remota. Pero lo observé de todos modos.
Se inclinó hacia delante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre los ganchos. Luego la dejó encima de la mesa.
-Trabajo solo –declaró- Siempre lo he hecho y siempre lo haré. ¿Qué es lo que quiere decir?
-Buscaba una relación.
Tenía dolor de cabeza. Ya sé que el café no es bueno para el dolor de cabeza, pero a veces la jalea ayuda. Cogí la fotografía.
-Estaba en la cocina –comenté- normalmente estoy en la parte de atrás.
-Sucede todos los días –dijo- Así que se han ido y lo han abandonado, ¿no es eso? Bien, créame: trabajo solo. Así que, ¿qué dice? ¿Quiere la foto?
-Me la quedaré –respondí.
Me puse en pie y recogí las tazas.
-Estaba seguro –dijo-. Tengo una habitación en la ciudad. No está mal. Cojo el autobús y salgo del centro, y cuando he terminado con los alrededores, me voy a otra ciudad. ¿Comprende lo que digo? Mire, yo también tuve chicos. Como usted.
Me quedé quieto con las tazas y miré cómo bregaba para levantarse del sofá.
Me explicó:
-Precisamente llevo esto por culpa de ellos.
Miré detenidamente los ganchos.
-Gracias por el café y por dejarme a usar en retrete. Cuenta usted con mi comprensión.
Alzó y bajó los garfios.
-Demuéstrelo –le pedí-. Demuéstreme hasta qué punto me comprende. Saque más fotografías de mi y de mi casa.
-No resultará –dijo el hombre-. Ellos no van a volver.
Pero le ayudé a ponerse el correaje.
-Puedo hacerle un precio especial –ofreció-. Tres por un dólar –añadió-. Si se las dejo más baratas, no me compensa.

Salimos fuera. Ajustó el obturador. Me dijo dónde debía situarme, y nos pusimos manos a la obra.
Íbamos desplazándonos alrededor de la casa. Sistemáticamente. En unas yo miraba de soslayo, en otras de frente.
-Bien –aprobaba él-. Estupendo. Y al cabo dimos la vuelta completa a la casa y nos encontramos de nuevo en la fachada-. Son veinte. Suficientes.
-No –sugerí-. Encima del tejado.
-Dios –murmuró. Examino la calle a derecha e izquierda-. De acuerdo –aceptó- así se habla.
Comenté:
Absolutamente todos. Se largaron de la noche a la mañana.
-¡Pues mire esto! –exclamó el hombre, y volvió a levantar los garfios.
Entré en casa y saqué una silla. La coloqué bajo el cobertizo de los coches. Pero no fue suficiente: no llegaba. Cogí una caja de embalaje y la puse encima de la silla.
Se estaba bien arriba, en el tejado.
Me puse de pie y miré entorno. Hice señas con las manos, y el hombre sin manos me devolvió el saludo con los ganchos.
Y entonces fue cuando las vi, cuando vi las piedras.
Era como un pequeño nido de piedras sobre la rejilla de la boca de la chimenea. Ya se sabe cómo son los chicos.
Cómo las lanzan con la idea de colar alguna por el agujero de la chimenea.
-¿Preparado? –pregunté. Cogí una piedra y esperé a que el hombre me tuviera en el visor.
-¡Listo! – exclamó.
Eché el brazo para atrás y chillé: “!Ahora!” Y lancé a aquella hija de perra tan lejos como pude.
-No sé –le oí gritar-. No suelo fotografiar cuerpos en movimiento.
-¡Otra vez! –vociferé, y cogí otra piedra.

RAYMOND CARVER


Y en ese inicio de la crítica llegó Paloma.

Y entonces hubo comentarios de todo tipo. Vicente, defensor a ultranza de Carver (poco a poco nos ha hecho a todos los demás interesarnos en su obra) defiende que es una obra maestra.
Bien, vale, decía Paloma, parece que el final es tan abierto que podría terminar en vacuidad.

Desconcertante Carver, con esos personajes que aparecen en sus relatos, un hombre sin manos que hace fotografías de tu casa y te las vende y adivina que estás solo y que te han dejado tu mujer y tus hijos.


Lo cierto es que es un relato en el que Carver ha utilizado la metáfora. Para contar una realidad inventa símbolos: un personaje sin manos que hace fotografías de tu casa no deja de ser alguien que te viene a mostrar quién eres de verdad y que aparentemente, piensas de entrada, es imposible que pueda hacer una fotografía.

Esa desconfianza del personaje por el fotógrafo está en el relato en la obsesión porque tome una taza de café para poder comprobar cómo maneja los ganchos que tiene en lugar de manos. Todos necesitamos de los demás, ayuda de otro. Porque nosotros solos no sabemos resolver, enfrentar nuestro problema.

El personaje del fotógrafo es central y tiene algo de mesiánico, de salvador. En el relato dice que se dedica a visitar cada casa de la ciudad vendiendo la foto de la casa al dueño. Si no la quiere (lo que podríamos traducir por "si no se deja ayudar") se marcha. Cuando ha acabado con todas las casas de la ciudad se marcha a otra ciudad.

Y el protagonista del relato se deja ayudar y pide que le haga más fotos, unas veinte, por todo el perímetro de la casa, sacándole a él. Hasta que sube al tejado. Ese ascenso es también metafórico y descubre el nido de piedras en la chimenea que empieza a lanzar, desahogándose, tal vez salvándose.


Coincidimos en la frialdad con que se cuenta la historia. Un narrador en primera persona que es más un narrador testigo, describe lo que ve, con alguna breve deducción. El lector debe completar y comprender la historia. Carver nos muestra lo que ocurre pero no nos explica por qué ocurre todo eso. El lector debe completarlo con su propia experiencia.


Interesante conversación. Vicente está satisfecho con el resultado. Él propuso este ejercicio.

Este mes de agosto las Tertulias estamos empezándolas a las 7 de la tarde y se nos hacen cortas. Quedan más cosas por leer y por comentar.

Antes de leer nuevos textos hablamos de cine y recordamos películas imprescindibles de Buñuel:
- El ángel exterminador
- Viridiana

Libros como "Sangre sabia", de Flannery O'Connor, una de las escritoras favoritas de John Huston. O "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry.

Y hablamos de cine. A Vicente y a mí (y la recomendamos al resto de compañeros de Tertulia) nos gustó mucho la película "Madres e Hijas", del director de cine Rodrigo García, hijo de García Márquez. De él es también la película "Cosas que diría con solo mirarla". Y terminamos recordando otra gran película, basada en la novela del mismo nombre "La noche del cazador" con Robert Mitchum.

Y llega el momento de seguir comentando textos. Rocío nos había enviado por email su relato titulado "Aquel verano que comenzamos a crecer". No lo quiere leer porque dice que son nueve páginas y que nos va a quitar tiempo. Que se lo comentemos sin volver a leerlo en el Ruiz. Yo, que no he podido leerlo, lamento mucho prescindir de uno de los atractivos de la tertulia: escuchar al autor, en este caso a Rocío leer su cuento.

Es la historia de cómo vamos pasando de la infancia a la adolescencia y de cómo nos marcan esos años. Un grupo de cuatro amigos, dos chicos y dos chicas sienten sus atracciones y los conflictos que les traerán. Rocío es capaz de tratar con ternura temas como el que trata en este relato, el descubrimiento de la tendencia homosexual de la protagonista que marcará el destino de los cuatro. Buen relato.

Paloma nos lee tres poemas de su serie, que le corregimos, recortamos, reordenamos. Tres poemas que se inician de esta manera:

TREINTAICINCO

Hoy la niebla es la dueña de la plaza
provocas la lluvia con tus pasos
(...)

TREINTAISEIS

Busco fuentes que no sean veneno
¿Hasta dónde se puede llegar
Si rompes la sintaxis cada día?
¿cuánta desviación nos cabe?

(...)

TREINTAISIETE

Una rosa que piso se lamenta
tiene el claro deseo de estar viva

(...)


Paloma está refinando su poesía, definiendo el ritrmo y las imágenes, haciéndose más sintética. Nos gusta mucho todo lo que está escribiendo últimamente. Y se nos hacen las nueve de la noche y David, que tenía preparado para leernos un nuevo capítulo de la novela que está escribiendo se queda sin poder hacerlo. El próximo miércoles 24 de agosto volveremos a tener Tertulia y empezará David leyéndonos su texto. Prometido.

Me quedan muchas cosas en el tintero, lo sé. ¡Quién fuera Funes el memorioso!


Javier Díaz Gil
24 de agosto de 2010


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