Mozart va de compras…
Mozart va de compras…
Mozart, paseando por las calles de Madrid, busca objetos
maravillosos para regalar a su amada, cuando, inesperadamente…
¡Pase, señora; adelante, caballero!
Y Mozart descubre un bazar, iluminado por miles de pequeñas
bujías, que parece un fuego artificial caído del cielo.
Recuerda que hoy es el día de San Orbelio, patrón de los
artesanos, y que subió al cielo desde la pradera de Madrid, allá por el mes de marzo de 1725.
Mozart levanta la cortina de brocado que cubre una puerta tachonada
de flores de cobre, y el portero, de peluca empolvada y cetro con cintas de
raso, presenta las mercaderías del hermoso zoco:
-
Hoy ponemos a vuestra disposición fragantes cigarrillos
procedentes de pazos gallegos, calzados para embellecer los pies de todas las señoras, brillantes hojas de Albacete,
lámparas de dimensiones colosales, ventanas de recuerdos que cambian nuestros
pesares, tapices de hojas con sinfonías de palabras…
Y poco a poco, Mozart se va aposentando sobre cojines
festoneados de raso, con bebidas olorosas sobre mesas de caoba, y los diversos
comerciantes aproximan sus mercancías ante el visitante inesperado.
Y hete aquí que el primero en llegar es don Pedro,
especialista en bambalinas, escenarios y butacas de patio y proscenio.
El buril de don Pedro dibuja una diatriba contra el feo
vicio de fumar, azote de tantas y tantas generaciones, (mal hayan los
conquistadores de América), pero realmente su oferta se basa en la paz de los
pazos gallegos y en la verde yerba de sus prados, alimento de vacas
hermosísimas.
Mozart, ante la pasión de don Pedro, no sabe bien a qué
quedarse: si convertirse en inquisidor capaz de quemar a cientos de fumadores,
o bien entregar su vida a la paz de los campos lucenses.
Doña Isabel despliega todo un abanico de brillantes
mercaderías: escarpines dorados, zapatos de tacón para despertar, con su
repiqueteo, el deseo de los galanes, botines
escotados para realzar la malla lujuriosa de las medias en primavera., y como
broche, sandalias liberales, aparejadas a uñas con brillos que deslumbran en veranos de gloria…
Para terminar su oferta, Doña Isabel reflexiona sobre el
paso del tiempo, seguramente inspirada por el mejor artículo para realizar este
camino, un buen calzado.
Mientras tanto, alguien canta, en sordina, canciones de Omar Kayan.
Don José León, haciendo honor a su nombre, esgrime hermosos
aceros de Albacete, pero con un finta propia de los espadachines de Castilla la Llana , los convierte en
herramientas de paz, útiles para deshacer entuertos y proteger a
desvalidos. De tapadillo, se comenta en
el zoco, que es alquimista, nigromante y hasta disipador de nieblas. Parece que
ha encontrado la esperanza en la mesa del Rey Arturo, y hablando de eternidad,
la convoca. La esperanza, en forma de libélula, viene a posarse sobre su
sombrero.
Doña Rocío trae dentro de una jaula, poco más grande que las
que se utilizan para los grillos, una
rata de Hamelín, que, ayudada por los remedios de don José León, se ha
convertido en bibliotecaria, comerciante en libros y manuscritos varios.
Cuenta su guerra con todos aquellos libros que le han
impedido el paso en su propiedad, al grito de “¡Abajo los E-book”, que nos
quitan nuestra casa, nuestros sitios escondidos, nuestras estanterías enjalbegadas por el polvo!”
Y la pobre bibliotecaria, que quiso tener más sitio para sus
libros de papel, para darles un mejor alojamiento, se encuentra con las
mesnadas bien organizadas para dar batalla. Después de negociaciones llenas de
reveses dialécticos, amenazas y recriminaciones,
parece que gana la cordura, por la enorme sabiduría de los ejércitos librescos,
que no en vano han depositado lo mejor
en el entendimiento la acaparadora.
Para hacer olvidar a la bibliotecaria sus penas, aparece Don
Aureliano, insigne decorador de tapices con hoja multicolores, arrebatadas al
viento del otoño, para arropar las palabras enramadas en versos. Envuelve su
mercancía en un cartapacio verde, con cintas negras, y es tan notable su arte,
que en media hora, vende todo el género. Agradecido, cuenta el mejor cuento sobre el Minotauro,
perdido en el laberinto que cerró Ariadna, para cazarlo, pero el llanto del
cautivo, trocó su ambición de cazadora en ternura de madre. Y le tendió la
cinta de su corpiño, a la que el Minotauro se agarró para siempre, mejor
cautivo de la beldad que de los muros laberínticos.
Don Alberto trae el
mensaje de Samuel, embarcado en el barco que atraviesa mares sin número, a la búsqueda de la reina de todas las
ballenas. El viaje es el antídoto para
la melancolía, la depresión y el desamor. Las pastillas se venden en la botica
de Moby Dick.
Don Francisco nos trae ventanas para el recuerdo, con
cristales mágicos que borran soledades, carencias, lontananzas…
Mozart, complacido, nos deleita con las primeras notas de “La
flauta Mágica” y Doña Leos, danzarina,
ofrece la visión de sus performances, vericuetos en el espacio en los
que la luz es la soberana. La escultura y su movimiento, las estaciones y la multiplicidad de la naturaleza,
forman el tejido donde el arte borda
filigranas inesperadas.
Pero, de repente, Doña Ana lanza el estilete de amores
trágicos, escapando de niños insoportables, de criadas ingratas, y ofrece a
Mozart la lámpara que cometió el crimen del amante, castrado bajo el peso de
miríadas de cristal de Bohemia.
Los patos enamorados de Doña María Jesús, hígados en
almíbar, deleitan no sólo al autor de La Flauta Mágica , sino al
auditorio, que poco a poco, ha ido
ocupando el salón del comercio.
Mozart, emocionado, abandona Madrid, ¿quién sabe?, pensando
ya en “ Don Giovanni”.
Pero lo que verdad emociona al maestro, una vez llegado a su
país, es la visión de una moto especial, enviada por Doña Rosa, sí, sí, aquella
que envió a Marcos, su criatura, a
comprar pavesas para hacerla funcionar. Y
recorrer los Alpes, a bordo de tan extraordinario aparato, vuelve a
desencadenar en Mozart su furia creadora…
29 de marzo de 2013
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