HASTA SIEMPRE, AMOR
Era extraña la cita en un sábado noche cuando nuestra historia de amor se había fraguado a lo largo de tantas tardes de miércoles, en cafés ruidosos y sombríos que nuestras palabras de amor se encargaron de alumbrar. También, en otros mejor iluminados, cuyas bombillas resplandecieron en cuanto ella y yo entramos por la puerta. Pero hoy era sábado, y yo acudía a esa rara cita nocturna con la esperanza del proverbio árabe golpeándome en la boca “No bajes los brazos: correrías el riesgo de hacerlo un minuto antes del milagro”.
Y el milagro era que ella me siguiera queriendo. Porque habían sido tantas las traiciones cometidas por mí, tantas las horas aciagas que dediqué a tareas más prosaicas, tanto el tiempo malgastado en el que no escribí ni media sílaba maldita, tantos los relatos, los cuentos que quedaron en el olvido o no pude o no supe escribir mejor, tantas las veces en las que no asistí a sus lecturas esgrimiendo excusas que ahora se revelaban absurdas; que la sola idea de que cuando esta noche acabase ella siguiera queriéndome, se me antojaba un milagro.
Llegué a la hora convenida y ella me abrió la puerta. Enseguida, su casa me envolvió con los cálidos aromas orientales de la comida griega e india, la visión de un suculento plato de pollo tandoori con arroz, y a su lado, una apetecible salsa de pepino, el crujiente pan de lentejas y el más mullido pan de pita. Desde el principio traté de ocultar mi tristeza aun sabiendo de la verdad de la máxima latina que una vez leí, y que declaraba: “Amor tussique non caelatur (el amor y la tos no se pueden ocultar)”. No sé por qué ilógica asociación de ideas yo no tosí pero sí recordé aquella sensualidad primera, trece años atrás, cuando nuestro amor brotaba tan limpio como la mirada de los niños que no tuvimos. Cuando nos dedicábamos a contemplar juntos las nubes del cielo, que no eran blancas, pero a las que nosotros atribuíamos una fantástica blancura virginal. Tomamos asiento en la terraza exterior bajo la bóveda de una tibia noche de junio. En esa noche con estrellas las musas tenían nombres de pila: Ángel, Oscar y Piluca. Empezamos a hablar de vaginas escandalosas, de los efectos afrodisíacos de las infusiones de rabo de cereza y cardamomo, de las maniobras frías que debían ejecutar los amantes sin amante para extraer la semilla con la que fecundar un nuevo futuro; todo esto, bebiendo una cerveza tras otra. Por culpa de las circunstancias que atravesaba nuestra relación, esta conversación me resultó una delicia a la vez que un tormento. ¿Qué era el amor, si no?, me reconvine.
Hablamos de eso, pero también del movimiento de la luna y el sol, de los pecados veniales como tirar el pan al suelo, de la longitud de los dedos para descubrir nuestras opciones sexuales, de los michirones de Murcia, de las aburridas amistades de parque que siempre evitamos, de la felliniana abuela Eudoxia, que afirmó que los mellizos eran cosa de la otra familia, mientras la luz de un rayo arañaba el cielo y un gato huidizo, o quizás asustado, asomaba por la puerta del pasillo para escudriñarnos con el enigmático brillo de sus ojos.
Sus ojos… Ella hablaba, incluso más que yo, y yo evitaba mirarla a los ojos, aunque no lo conseguía. Y me acordaba de aquello que Romeo le dijo a Julieta varios siglos atrás: “Eres demasiado bella, demasiado sensata, demasiado sensatamente bella para ser verdad”. Tal vez porque el amor, justificaba yo, no habitaba en el corazón de las personas, sino en sus ojos. O mejor: en el enigma de los ojos de un gato. Pero era precisamente porque la amaba por lo que esta noche me veía incapaz de juzgarla.
Apuramos el magnífico postre, una mousse de limón, y nos pusimos a conversar de poetas y literatura; pensé entonces, desde lo profundo de mis entrañas de amante abandonado, que ese era el verdadero y único vinculo que nos había unido. Hablamos de la poetisa Paloma Sánchez y de sus poemas numerados, de cuyos versos alguna vez habíamos gozado, absortos los dos: “Te llamo león y te haces débil”. O ese otro que sobrecogía con sólo susurrarlo: “la arena que masticas son los años”. O ese otro también, en el que yo creía apreciar de pronto la hipótesis improbable de una alusión personal: “Era tan real como el olor que deja un recuerdo de treinta años”. O ese final que, en realidad, nunca terminaba: “A bailar, como los malditos”. O que terminaba, pero con la duda, crítica y primigenia, de si eran las olas del mar las que golpeaban a las rocas, o por el contrario, si eran las rocas las que golpeaban a las olas del mar.
El siguiente líquido que regó nuestras gargantas fue vino tinto en lugar de cerveza. Y el siguiente poeta en ocupar nuestras memorias Javier Díaz Gil, autor de los versos de una sextina sublime que hablaba de un náufrago devuelto por los mares y de la aspiración a la unión con lo divino, que los dos recordamos con una melancolía que yo quise interpretar sincera. Y a esa sextina le siguió una décima maestra, que contenía un verso de perfil esperanzador: “El final de la partida os mostrará que no he muerto“. En esta muestra de dominio de lo clásico no podía faltar un soneto que ella y yo entonamos al unísono, y en el que el poeta Javier Díaz realizaba toda una declaración de intenciones, resumida en este verso: “No es la luz de esta página mi meta”.
Mi meta, pensé yo, es quererte. Y que me quieras. Pero no lo dije. Me limité a abrir otra botella de vino para mitigar con él la sensación de intemperie que asolaba mi alma por la vía directa de mi paladar.
Seguidamente y en silencio, ella y yo recordamos a otra poetisa, Celia Cañadas, quien también ocupó nuestras cortas tardes comunes de tantos miércoles otoñales, invernales y primaverales que, desde la dolorosa perspectiva actual, parecían condenados a extinguirse. Rememoramos aquellos versos que anunciaban: “Se abovedan mentiras / el precio es seguro”. Y por encima de todos, aquel otro con el que Celia formulaba la gran pregunta fundamental: “¿Por qué se rompe la esfera perfecta de la fruta si mordemos?”.
Eso era: por qué. Cómo, cuándo, dónde. Y por qué. Preguntas y más preguntas... Tal vez fueran sólo preguntas lo que nos quedaba a los amantes cuando el amor se acababa. Porque si el hombre era una pregunta sin respuesta, el amor, mientras permanecía, era la respuesta sin pregunta. Todo lo demás se resumía a recuerdos. Como los que recopilaba la musa Piluca para componer sus libros de fotos, tela y papel, obras mágicas que encerraban toneladas de nostalgia y trabajo en soledad bajo la denominación de Scrapbooking. Nuestras manos acariciaron una por una aquellas creaciones suyas como lo que eran, tesoros de tiempos no tan remotos que quizás fueron mejores. ¿O no…? Como era de otro tiempo la historia de aquellos jóvenes que imaginó la escritora Carmen Frontera Quiroga, que ella y yo rememoramos a continuación con más vasos de vino, y que terminó con las muertes sucedidas en extrañas circunstancias de varios de sus protagonistas. Porque ningún amante podía obviar que la muerte era más importante que el amor, y más definitiva, ya que perduraba más allá de los límites del tiempo. ¿O tampoco…?
El reloj había superado con creces la medianoche cuando el cielo comenzó a descargar sobre nosotros su humedad con algo de rabia o de revancha. A mí se me ocurrió hacer la comparación entre las lágrimas que caían del cielo y mis lágrimas de amante caído en desgracia. Pero en el último momento tuve el acierto de quedarme callado: hubiera sido pésima la metáfora, y aquella figura, figura de pésimo poeta. Y lo cierto era que no procedía ponerse tan rápido en evidencia. Porque en eso se igualaban el amante y el poeta, que ni uno ni otro podía permitirse la libertad de ponerse en evidencia demasiado pronto. Fuimos a guarecernos de aquella lluvia bíblica al interior de la casa, y allí, sentados en torno a una majestuosa mesa de madera, con el olor a tierra mojada, al arrullo de largas estanterías abigarradas de libros que alguna vez leeremos o que alguna vez leímos, recordamos un relato de la escritora Rocío Díaz Gómez. En él, Rocío abordaba el amor homosexual por un frutero que hacía cucuruchos con papel de estraza como el mago sacaba ilusiones de su chistera, y que olía a naranjas por los cuartos oscuros de Chueca. Esta historia me hizo meditar acerca de la belleza y la grandeza del amor imaginado, mayor acaso que la belleza y la grandeza del amor real. Dudé, sí, por supuesto que dudé. Pobre del amor que no dudó de sí mismo. Como pobre de aquel que creyó que la vida se componía únicamente de certezas. Y sobre todo, pobre, pero que muy, muy pobre, de aquel que pudo decirla que la amaba, y no lo hizo.
Del relato de Rocío pasamos a otro de Ana González, titulado “Vuelta a empezar”. ¡Cómo nos reímos ella y yo recordando la historia de aquel tipo que robaba flores de las tumbas vecinas para decorar la suya, antes de entregarse al fragor suicida de un homenaje con visita gastronómica a Segovia y vuelta a Madrid, parada incluida en un burdel de carretera, donde el cuerpo color miel de cuatro mulatas de infarto terminaron por precipitar el óbito de este protagonista! En esa risa de los dos yo creí intuir el regreso de nuestros primeros días de amor luminoso, cuando no sobraban las palabras ni los actos. Porque los dos formaban parte del mismo todo inequívoco.
Pero no.
Nuestra noche tocaba a su fin. Aunque antes de despedirnos resultaba ineludible recitar los versos del poeta José María Herranz. La sala de nuestro adiós se llenó entonces con el misticismo pagano de este poeta especial, que tanto nos deleitaba a los dos cuando lo leíamos juntos. Versos en los que se decían cosas como que “el amor es la voz que declaman las canciones”; que hablaban de “un cuerpo sin país cuyo sexo es el mundo”, o de que “las líneas del mundo son las líneas de mis manos”. Cada nuevo verso, cada palabra de José María, sonaba como el tam-tam del demiurgo, erigiéndose ante mí como suaves epifanías celestiales.
Abandoné la casa bien entrada la madrugada, no sin antes agradecer tanta generosidad y hospitalidad de su anfitriona. Hasta siempre, le dije. Los rescoldos de nuestro amor ardían como ceniza devenida en hielo. Me pregunté si era posible amar a varias personas a la vez, tantas como quince o veinte. Y me respondí que sí, porque la fidelidad no era un acto de amor, sino un acto de voluntad. Y yo esa voluntad la había perdido hacía tiempo. Y si era cierto que había bajado los brazos un minuto antes de que aconteciera el milagro, como proclamaba el proverbio árabe, ya nunca lo sabría. Ella se demoró en su retahíla de excusas sádicas falsamente complacientes con las que se suele nutrir el desamor, para anunciar que se acabaron los cafés mal iluminados, también los silenciosos. Que se acabaron los miércoles por la tarde: démonos un tiempo, quiero vivir mi vida, quizás el próximo mes de octubre…
“Sí, quizás en octubre“, repetí yo una hora más tarde, cuando cerraba los ojos con la cabeza apoyada en mi almohada, ya solitaria, y el corazón roto. Pero hasta octubre, ¿quién me iba a dar a mí la complicidad de sus miradas, las preguntas, los relatos, los versos, las sonrisas y los abrazos, la cercanía sentimental, las palabras de aliento y la sabiduría de los comentarios de todos ellos?
Así, sin respuestas, como se hace siempre, traté de dormirme, confiando en no despertar de aquel largo sueño sin luna hasta que llegase el próximo mes de octubre.
1 de julio de 2010
1 comentario:
¡Me ha encantado esta bitácora¡¡¡...Y no por estar yo en ella, sino por la forma en la que has plasmado esa noche ¨tan romántica¨...
Creo que la imaginación no está tan lejos de la realidad pues se respiraba en el ambiente gotas de amistad, complicidad, ternura, comprensión, placer, respeto,... ¡En fin AMOR¡¡
Me gusta mucho como escribes David
¡Enhorabuena¡
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