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miércoles, 4 de febrero de 2009

15ª Jornada/II Año: Miércoles, 28 de enero de 2009

si quieres sobrevivir a la vida, hijo, ármate de tres cosas: valores, principios y paciencia


El abuelo David se iba a morir. Lo habían dicho los médicos. Apesadumbrado por la noticia, aquella mañana de finales de mayo de 2063 me acerqué hasta el hospital en el que estaba ingresado para hablar con él, comprobar que todavía no se había ido, que aún nos quedaba tiempo. A pesar de su estado de salud, que él conocía, le encontré tranquilo, incluso animado. Me aseguró que, pese a todo, vivía feliz gracias a los recuerdos. Luego se puso a hablarme de una tarde de finales de enero del año 2009 en el Café Galdós, de la que recordaba la fecha, veintiocho, porque fue el día que se conoció la muerte del escritor John Updike. Ya me había descrito antes esas tertulias literarias de principios de siglo en el Galdós en las que él participaba. Pero aquella mañana, no sé por qué, empezó a hacerlo de una forma especial. Habían acudido al Café Rocío, Celia, Elena, Ana, Sagrario, Vicente y él, y la primera conversación, como no podía ser de otro modo, discurrió en torno al escritor recién fallecido y a algunas de sus obras. Se habló de “Brasil”, de “El Centauro”, de la serie protagonizada por su personaje Conejo, pero también de sus Memorias que, según comentó Celia, eran muy divertidas.

Enseguida llegó el momento de las lecturas. Aquel miércoles mi abuelo tuvo el honor de ser el primero. Leyó un relato acerca de un tipo que, a costa de llenar sus bolsillos de lágrimas, había dejado de llorar y también de sentir, hasta el fatídico día en que su mujer y su hija fallecieron a consecuencia de un accidente de circulación. Algo muy triste y muy trágico, según me confesó el abuelo, tipo anuncio de la DGT o incluso peor, propio de un tiempo en que la gente moría por culpa de coches que corrían mucho y contaminaban una barbaridad. No obstante, aseveró mi abuelo, sus compañeros encontraron algunas virtudes en su relato, lo que me inclinó a pensar que era verdad que le apreciaban. Pero no se lo dije. Luego él y los demás se pusieron a hablar de la cúpula que ese año había decorado Miquel Barceló en un edificio de la ciudad de Ginebra, la misma cúpula que veinte años más tarde, durante las Navidades de 2028, se derrumbaría causando la muerte a tres personas. También se refirieron a Beatriz Preciado y a sus experimentos con testosterona a fin de conocer lo que se sentía siendo hombre. Ya sabes que por entonces, aclaró, teníamos sólo dos sexos, hombre y mujer, no como ahora, que hay multitud y, además, infinidad de variantes. Antes de seguir con las lecturas nombraron al escritor peruano Jaime Bayly y sus divertidas novelas de personajes adictos a la droga y al sexo. Mi abuelo nunca supo que Bayly, tiempo antes de morir de un infarto, allá por el año 2030, obtendría el Premio Nobel de Literatura de 2024, dedicándose desde entonces a escribir cuentos infantiles y libros de autoayuda.

El siguiente asistente en leer fue Celia. Leyó un poema que, sorprendentemente, segundos antes había sido un menú de cocina. Me impresionó comprobar que el abuelo se acordase, transcurrido tanto tiempo, de algunos de sus versos, por ejemplo: “te doy a beber un sorbito de luz disuelto en agua”. El poema de Celia hablaba de un llanto infantil en mitad de la madrugada y del intento de unos padres por espantar a los monstruos de la noche; pero sobre todo, de ternura y de una cosa que debes tener siempre presente, me dijo el abuelo: para que cada ser humano que está vivo se encuentre sano y feliz, tuvo que haber antes otros seres humanos que renunciasen a algo, porque la vida es una cadena de renuncias antes de llegar a la renuncia final, que es la muerte. Aquella afirmación sonó a delirio de anciano, aunque me hizo reflexionar que mi abuelo tal vez tenía razón. A continuación, sus amigos de la tertulia hablaron de cine. Yo ya había oído antes algo sobre los cines, pero de todos modos, le pedí que me explicara qué era eso. ¿Un cine?, repitió con aire nostálgico. Un cine era un lugar donde se reunía la gente a oscuras para emocionarse viendo historias que les ocurrían a otros, y en las que a veces, sólo a veces, ganaban los buenos. No le oculté lo mucho que me hubiera gustado conocer uno. Pero no pudo ser: el último cine se cerró en 2041, dos años antes de que yo naciese.

El turno siguiente fue para Sagrario. Hubo un nuevo alarde de mi abuelo al recordar, cincuenta y cuatro años después, alguno de los versos que leyó Sagrario aquella fría tarde de invierno mientras dentro del Café Galdós subía la temperatura ambiente: “Taconean en mis heridas / hombres que desangran auroras”. Nuevo alarde de sensibilidad y de sensualidad de Sagrario, algo que por lo visto era habitual en ella, según apuntó mi abuelo. Tras la lectura de Sagrario los contertulios leyeron poemas de un libro que había traído Elena titulado “Si no has muerto un instante”. En aquella época quedaban árboles en el mundo y, por eso, todavía circulaban libros en papel impreso. Como el que sacó Vicente, con el título “Ochenta y seis cuentos”, para leer uno de los relatos que contenía, escrito por Quim Monzó, un escritor catalán que quince años después ganaría el Premio Cervantes para seguidamente dejar de escribir como un Bartleby de su tiempo. Por último, se citó a un tal Sánchez Dragó, que debía de ser un famoso presentador de programas de televisión de entonces, o algo así.

Aquellas reuniones solían terminar a las 20:00 horas. Pero ese miércoles eran casi las 21:00 horas y el abuelo David y sus compañeros seguían allí. Pidieron la cuenta a Liber. “¿Liber…? ¿Quén era Liber?”, le interrogué. Liber era la camarera que les atendía siempre, una chica estupenda que tiempo más tarde se casó con un millonario y acabó viviendo en las Bahamas. Tras pagar la cuenta a Liber, se despidieron dos veces, primero en la mesa, después en la calle, como era costumbre del grupo, y finalmente regresaron a sus casas. El abuelo me contó que él y sus amigos siguieron celebrando las reuniones literarias cada miércoles en el Galdós durante muchos años, aunque en la década de los cuarenta comenzaron a espaciarse poco a poco, hasta desaparecer. Me reveló que a partir de entonces mantuvieron contacto mediante correo electrónico. “¿Correo electrónico…?”, le corté, “Pero si eso está pasado de moda”. “Es cierto”, me replicó, “pero es que mis amigos y yo éramos unos sentimentales”. Me armé de valor antes de formularle la siguiente pregunta: “Abuelo, tus amigos… ¿han muerto?”. El abuelo tosió, se revolvió en la cama, levantó los brazos “¡No, por Dios!”, respondió, “sólo se han hecho viejos y tienen reúma. Ahora, son mucho más sabios”.

La tarde en el hospital se había terminado. Era sábado por la noche y yo salí de allí. Antes de despedirnos, el abuelo me dijo algo que aún conservo en la memoria: si quieres sobrevivir a la vida, hijo, ármate de tres cosas: valores, principios y paciencia. Mi abuelo tenía sus cosas, era cierto, pero yo le quería. Murió dos semanas más tarde. Estoy seguro de que le hubiera gustado mucho saber que hoy, cada miércoles, un grupo de jóvenes se reúne en el Café Galdós en torno a una mesa para reírse de la vida y hablar de literatura.


David Lerma Martínez
1 de febrero de 2009


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