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martes, 3 de junio de 2008

32ª Jornada: Miércoles, 21 de mayo de 2008

Allan Sillitoe (Gran Bretaña, 1928)

Son poco más de las 18:00 horas cuando aterrizo en el Café Galdós. Allí me espera una carta, a franquear en destino, con el matasellos de urgente, sin remite. La abro obedientemente y leo su mensaje: el texto anuncia que he sido agraciado con el premio de escribir la Bitácora de hoy. Es un honor. Acepto el reto. En la mesa ya esperan Javier, Elena y Vicente. Detrás de mí llega Rocío, con su bolso naranja cargado de historias como conejos en una chistera. A continuación aparece Sagrario, después de un tiempo sin verla. Como la tarde presagia regresos, hasta nuestra mesa se acerca Lady Noise, superada su semana de ausencia. No conozco mejor modo (tampoco otro) de ocupar los huecos que llenándolos, me digo. La recuperada Lady Noise frota nuestra lámpara de los tres deseos y a los pocos segundos ella nos concede cuanto le hemos pedido: café, donuts, cerveza.

Se inicia la clase con una discusión en torno a Almudena Grandes. En la tertulia conviven defensores y detractores de su obra. Vicente esgrime un artículo de la escritora, publicado en un dominical, en el que ha marcado a bolígrafo no pocas correcciones y posibles enmiendas al texto. Remata la crítica con una frase que a mí me parece acertadísima: por 3.000 euros mensuales hay que ser sublime sin interrupción, entona Vicente. Yo creo que hay que serlo por menos, incluso gratis, siempre que uno se lance a esta tarea ardua e ingrata, de raíces divinas, que es la escritura. Javier apostilla que a él le gustaría aún más la Grandes si supiera quién se quedó el libro de ella que dejó en préstamo y que aún no le han devuelto. Yo voy más allá, y pienso que no se deben prestar libros porque al hacerlo lo único que uno consigue es reducir su biblioteca y su círculo de amigos.

Pasamos a comentar el relato de Alan Sillitoe, “El cuadro de la barca de pesca”, contenido en su colección de cuentos “La soledad del corredor de fondo”, publicada en 1959. El relato narra la historia de un hombre y una mujer que, tras un breve y tormentoso matrimonio, se separan. Ella se va con un pintor de paredes, pero al cabo de seis años, aparece en la casa de su antiguo esposo. Su aspecto ha desmejorado mucho. Ella le pide a él que le regale el cuadro con una barca de pesca que permanece colgado en la pared, el último de una serie de tres que les entregaron como regalo de bodas. Él se lo da y seguidamente ella lo empeña. En una de sus rondas como cartero, el hombre ve el cuadro en la casa de empeños y lo recupera, pero no le dice nada a su exmujer. Las visitas de ella a casa de él se repetirán cada jueves por la tarde durante los diez años siguientes. En la última visita, ella le volverá a pedir el cuadro de la barca de pesa, él se lo entregará y a las pocas horas sobrevendrá la desgracia. Bajo mi punto de vista, el atractivo del relato reside en dos elementos fundamentalmente: en primer lugar, en el personaje de la mujer, que me resulta deliciosamente ambiguo, ambivalente y contradictorio, con rasgos de maldad y de bondad a partes iguales; y en segundo lugar, en la relación que se establece entre los dos protagonistas, tortuosa cuando media el compromiso del matrimonio, y más edificante durante los diez años en los que se mantiene por el simple placer de encontrarse. En la tertulia se discute acerca de la personalidad pusilánime o no, egoísta o no, fría o no, del protagonista masculino, y se destacan varios aspectos más del texto: el carácter simbólico del cuadro, el motivo que contiene y su denominación nostálgica como “el último de la flota”, el tratamiento minucioso y obsesivo que el autor hace del tiempo en el que transcurre la historia, la II Guerra Mundial como telón de fondo no casual, el párrafo inicial como declaración de estilo y principios del autor, la ausencia de sexo en los encuentros de los jueves, la incomunicación como barrera entre el hombre y la mujer, la intencionalidad del personaje masculino en el desenlace fatal de la historia, las diferencias en la traducción entre las dos ediciones traídas al Café, etc, etc. Javier se pregunta si Sillitoe se planteó una sola de estas cuestiones antes de escribir el relato, e intuye que no, que todas forman parte del imaginario del lector, pero que es en eso precisamente donde estriba la magia de la Literatura. Para mí, el propio Sillitoe contesta en su relato a la pregunta formulada por Javier, cuando dice: “Papá solía decir que los libros sólo los leen los tontos, porque tienen tantas cosas que aprender”. Estoy totalmente de acuerdo con el escritor inglés: si leo es porque soy tonto y necesito aprender. Es más, como el célebre libro de Alberti, no sólo soy un tonto sino dos, porque lo que he visto me ha hecho dos tontos.

Sigamos, pues, leyendo. Es el turno de Carmen Frontera, quien ha llegado hasta la tertulia vestida con un refulgente traje de color rojo incendio, a tiempo para leernos una historia de recuerdo y barbarie, con tintes de fantasía histórica. El comienzo anticipa lo que vendrá después: “Las cosas no iban bien…”. Aprendo que el efecto mariposa consiste en la consecuencia imprevisible y catastrófica que el simple vuelo de una mariposa puede producir en las antípodas del mundo. Nunca sabemos donde acecha el peligro, reflexiono. Vicente saca a Sagrario del ensimismamiento en el que se halla al grito de ¡Sagrario!, después de recomendarnos la película La Familia Savage. Javier, por su lado, nos recomienda la película Elegy, al tiempo que corrige la expresión “restos mortales” del relato de Carmen Frontera. Esa expresión, “Restos Mortales”, despierta en mí reminiscencias profesionales, así que, no sé por qué, porque no viene a cuento, aseguro a la concurrencia que yo como de los muertos, pero no en plan caníbal, matizo, (aunque casi), sino desde la parte aseguradora. La tertulia ha llegado ya a ese punto en el que a sus integrantes sólo nos falta hacer la ola.

Rocío se marcha del Café con su bolso/chistera cargado de relatos sin leer. Menos mal que hay más miércoles que longanizas, suspiro. Para apagar la tristeza por la marcha de nuestra más insigne narradora, Ana, que ha llegado después de Carmen, nos lee una poesía en gallego. Gracias a su acento y a su dicción musical los versos suenan a rimas cantadas por los Ángeles. Nos ha gustado “muito”, le decimos. Particularmente, estos dos versos magníficos: “Cheas-me a frente de cores / E as mans de sorisos” (Me llenas la frente de colores / y las manos de sonrisas). Huelgan los comentarios. Elena lee su poema de cicatrices, que posee varias perlas poéticas de su fuente de lirismo inagotable. No voy a reproducir aquí todas las estrofas, aunque debería, pero sí algunos de sus versos más bellos: “pensando en acunar, quedamente / cada lunar que puebla tu cuerpo”, y “Puedo prestarte, / si quieres, / la sombra de tus labios”. El “si quieres” es un añadido atribuible a Javier. Yo, contesto, sí quiero. Pero guardo silencio y no lo digo. Por pudor.

Antes de partir hacia la cotidianidad de nuestras vidas respectivas se dejan puestos los deberes del día siguiente: para los narradores, un relato que tenga cualquiera de estos dos diálogos: - Está solo. – No me extraña; ó – Mi código postal es el 28048. Para los poetas, carta libre por la vía de la sección “A tu bola”. Son las 20:30 horas y ha llegado el momento de dejarlo hasta el miércoles próximo. Igual que en el cuadro colgado en la pared sobre mi cabeza, a la venta por el módico precio de 150 euros, que no contiene barcas de pesca ni tampoco peces, aunque si la leyenda: “To be continued…”.

Me monto en el Metro mientras me pregunto por qué razón no podríamos celebrar nuestra tertulia todas las tardes de todos los días de todas las semanas del año, y a cambio, ir a trabajar una única vez por semana, por ejemplo, los miércoles por la tarde. Me bajo del Metro al llegar a mi destino y entonces me doy de bruces con la realidad.

Casi es jueves y quedan siete días para la siguiente tertulia.


David Lerma Martínez

22 de mayo de 2008

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