Bitácura del 13 de marzo
(Cura los males de altura y, en
general, de la azotea)
Casi estoy de acuerdo con el
diagnóstico de una eminencia mexicana, la doctora Segismunda Freud (alias la
Chilanguita de Oro) cuando certifica que el grupo de literatos españoles
Rascamán tal vez necesite pasar por un taller.
Yo no diría tanto, porque no soy
experto en la materia y es posible que algún ajuste mecánico necesite también,
para apretar o suplir ausencia de tornillos; pero sí afirmo que algo
descabalados estamos, rascamanes y yo, porque a quién se le ocurre proponer una
tertulia entre las nubes, para compensar
las del sótano del Santander, y a quién se le ocurre, pobre de mí,
permitirlo. Además de lunáticos, adjetivo que los poetas aceptan con
honra, encima son unos plastas, como
iremos viendo.
Por si no lo han adivinado todavía, soy el conde Graff von
Zeppelin, y he tenido la poco sensata idea de aceptarlos, con sus mesitas de
café y todo, a bordo de mi dirigible, que hay espacio de sobra.
Nada más recogerlos frente al lago
del Retiro madrileño, rodeados de enfervorizada multitud (no por ellos sino por
mi artilugio volante) empezaron los problemas:
-Que si yo entro primero, que he
llegado antes, que si me corresponde sentarme al lado del jefe, que soy el más guapo,
que si apártate un poco, que no podré ver las vistas, que si el conde me mira
feo, que si hay un baño o dos, etcétera.
Hubo que llamar a la policía para
dispersar a la gente, porque no había forma de despegar, y de buena gana
hubiera invitado a un agente a bordo para poner orden. Me limité a esperar con
una sonrisa de cemento a que los contertulios se sentaran, y al lograrlo, el
dirigible comenzó a ganar altura para surcar el amanecer de Madrid.
¡Qué torres enhiestas, qué
capiteles maravillosos, qué jardines dignos de la luna llena!
¡Qué belleza primaveral, qué azules delicados,
qué rosadas nubes, tan rosaditas como las barriguitas de los angelitos!
El puro feliz que yo dirigía se
acercaba, sinuoso y sugerente, hasta casi dejarse rozar por los reyes de piedra
que coronan el Palacio Real como si fueran los reyes del mambo; asomaba su
morro curioso a la Plaza de Santa Ana, surcaba una Gran Vía bordeada de
encantadores edificios que querían ser réplica española de los que ornan los
Campos Elíseos…
Un vuelo de fábula, como pocos de
los que he disfrutado.
¿Qué creéis que hacían mientras
tanto, los variopintos contertulios, ante vistas tan celestiales?
Nada.
Nada en absoluto.
Para ellos no había más paisaje que
el que se presentaba ante sus ojos en cuartillas, móviles y ordenadores, donde
podían leer sus versos inmarcesibles, o aquellos excelsos relatos que les
catapultarían de inmediato a la fama, si no fuera por la caterva de envidiosos
y rastreros que, según ellos, se lo iban a impedir.
Creo que un poco enfadado por su
literaria carga, el dirigible se balanceó con furia a la altura de la Casa de
Campo, exagerando un poco a mala leche la potencia del viento que lo empujaba
hacia el lejano Oeste.
Pero a los contertulios parece que
les hizo gracia el baile celeste, y empezaron a cantar a coro el Danubio Azul
hasta que el Boss, Javier, blandió la campanilla ordenancista y se rehizo un
silencio aconsejable; porque el viento arreciaba y quizá fuera el momento de
ponerse en paz con la conciencia antes de volar hacia abajo a velocidades
incompatibles, y de wagneriano final, con el normal curso de la vida.
Nunca antes había sufrido mi
dirigible tal varapalo de Eolo, pero los rascamanes se lo tomaron a risa. ¿No
sería Baco, y no las musas, quien en aquellos dramáticos momentos les
inspiraba?
El dios del viento, apiadado no de
los rascamanes, sino de mí, que los estaba sufriendo, amainó un poco. Fue el
momento en que, transida de belleza, quien tuvo retuvo, y con esa voz que
amainó tormentas de corazones no hace mucho tiempo, María Juristo (a quien yo,
desde el timón, echaba ojitos de soslayo de vez en cuando), se puso a recitar,
de su libro “Cuanto dijo la noche”, versos que acallaron al viento
completamente y, casi, a los letraheridos:
La sombra encendida
Arranca a los vientos su violencia,
(sic,
sic, el viento, que la escuchaba, obedeció)
cuerpos suaves, rompientes
donde la piel enmudece de placer
con la muerte encordada entre sus
alas…
Enmudecidos por el placer de
escucharla,
Aún tuvimos ocasión de oir otro
poema, del que recuerdo:
El sueño loco de la ciudad dormida
Oculta enigmas en rostros de
esfinge…
Un pajarraco negro, posiblemente el
cuervo de Poe,
Dio un graznido igualmente negro
(no pudimos oírlo, pero por la forma en que articulaba palabras con su pico
retorcido parecía haber dicho ¡Nevermooore..!)
antes de estrellarse en el
parabrisas y caer al vacío como hoja de la noche, abatida por el sol naciente.
El aire se despertaba, y con él la
luz, y con la luz las sombras perecían…
Así que nuestra sin par Rocío
(Capullito de oro y grana), aprovechó el silencioso éxtasis que siguiera a los
poemas de María para endosarnos un precioso, pero sombrío relato, titulado
Diálogo con su sombra, en el que la sombra del personaje se arrastraba por
todos los suelos del mundo hasta que, harta de esclavitud, decidió evadirse de
su dueña, si bien luego regresó, aunque con frescura de mala sombra y
reivindicaciones feministas, “seré sombra, pero soy mujer”. La protagonista
había pensado denunciarla por abandono corporal (como si fuera un desodorante),
e incluso pensó en poner un anuncio, “se busca sombra por horas”. Pero con la
alegría del reencuentro se acabaron las horas bajas y todo volvió a ser como antes.
¡Benditos sean los tornillos
flojos, pues entran a raudales las musas por las oquedades que permite su
flojera!
Es imposible ver la sombra del
dirigible en el suelo castellanomanchego, porque navegamos a tal altura que nos
rozan las barbas de san Pedro. Con el runrún del motor por toda melodía (la
altura debe de afectar negativamente a la locuacidad rascamanera), Juan
Calderón se pone tan lírico, o un poco más que de costumbre, para recitarnos
versos dignos de un Petrarca miope:
Tomar la mano y pasear…(falta
palabra)
Pero ya estoy tan hecho a la
neblina
Que me siento impotente
Para poner destellos de ilusión
En los viejos vitrales de mis iris…
No aconsejaría yo a Juan Calderón
(gran prosista y excelente poeta) que acudiera al oculista (en todo caso, al ocultista) sino
que limpiara de neblina los viejos vitrales de sus iris para contemplar la
hermosura del cielo, esmaltado de veloces golondrinas becquerianas, que
desfilan a lo largo y ancho de mi dirigible.
Pero quiá, aquí cada uno va a lo
que va y nadie se fija en lo que hay que fijarse. El otro Juan, por apellido
Raña, venezolano afincado en la piel de toro, nos sumerge en el obsceno y
maravilloso mundo habanero que existiera antes de que el comandante mandase
parar.
Y nos describe, con letras tersas y
luminosas, lo más oscuro de aquella Habana de jolgorio, daiquiris y de
Hemingway también estuvo aquí.
Nada menos que la subasta pública,
aunque clandestina, de la virginidad de una niña de catorce años…
Un escritor de verdad no se corta
ante el tormento, el éxtasis ni la náusea, y Juan Raña ha demostrado su enorme talla (y no sólo
física) de escritor superlativo.
Oigo un ruidito raro… ¿No será que
se escapa el gas?
Mira que me lo dijo mi amigo
Alberto (Einstein, naturalmente): llena el globo de helio, hazme caso, mira que
el hidrógeno es muy inflamable…
Pero yo no le hice caso, y tampoco
estaba el horno para bollos hidrogenizados, que por entonces no se estilaban.
El caso es que, sumergido en la
preocupación del ruidito sospechoso, no presté mucha atención al hecho de que
el auditorio literario la prestara toda a las palabras de Javier, su querido y
nunca bien ponderado Boss, que recitaba su poema Barro, ante el cual las
golondrina circundantes aflojaron su vuelo al contemplar (nos),
Pues no en vano una golondrina
Cubrió con barro los huecos por donde entraba la luz, el espacio roto donde
hubo latidos…
¡Ay, si don Gustavo Adolfo
levantara la cabeza…! Seguro que, al oír el poema javierano, volvería a
escuchar también los latidos que hubo en el espacio roto.
Porque, vamos a ver, ¿Acaso cesan
alguna vez los latidos del amor verdadero aunque uno se muera?
Dígamelo, don Gustavo, que tanto
sabe usted ya de espacios rotos, vuelvan o no vuelvan las golondrinas del
corazón, aun en el caso de que cesara de latir?
¡Oh cielos, estos desalmados me están
contagiando…! Y el ruidito alevoso que no cesa…
Me parece que el dirigible empieza
a descender peligrosamente, mientras el Vate Cano (José León) nos embarca rumbo
a Citerea, su próximo libro (si lo quiere Fortuna) donde evoca la alegría de
vivir del Antiguo Régimen, antes de que brillara el
filo de la guillotina.
Para ello recita un poema donde
Axel von Fersen, el amante clandestino de María Antonieta, le escribe una carta
en la que dice que el beso que le robó una tarde vivirá para siempre, Aunque mi
cuerpo pierda memoria de la vida…
El que está perdiendo altura es mi
dirigible, que parece tener querencia por aterrizar (¡Y no otra cosa, espero!)
en el Alcázar de la Ciudad imperial. Ahora el ruidito se está convirtiendo en
un chisssss ruidosísimo que invita no al libertino Casanova sino a la pacata
Teresa, aquella santa mujer que moría porque no moría…
Pero todavía estamos vivos, y por
suerte los rascamanes no se enteran de la misa la media, enfrascados como se
hallan en dimes, diretes, papeleo y si me lees te leo.
Casi no me entero de lo que dicen
porque ahora soy yo el que se enfrasca en mover palancas y pulsar botones que
ya no sirven para nada, porque el desinfle del globo se va pareciendo cada vez
más a un coitus interruptus por aflojamiento. Aún así oigo que José Antonio se
enamoró de la cocacola, a la que define como la diosa de esta era en su poema,
y a Alberto, leyendo un relato excelente en el que habla del binomio de Cronos
y Tánatos…O sea, que Cronos huye como el
hidrógeno del dirigible mientras Tánatos se acerca al Alcázar no se rinde, y yo
con estos pelos...
Y menos mal que al gas no le
afectan, por el momento, las encendidas palabras de los literatos.
Ni siquiera las muy bellas de
Carmen Padín, quien en su relato Azul Van Gogh nos describe con todo lujo de
colores su visita al recoleto cementerio, cercano a París, donde reposan, el
uno junto al otro, el genial pintor y su bendito hermano. A pesar de la
dramática situación, me atrevo a mirarla a los ojos y comprendo el azulado título de su
descripción viajera. Ay, ojos claros, serenos…
El artefacto volandero parece estar
dando las últimas boqueadas, pero todavía agarra a Cronos por el rabo para que
no se vaya antes de que los rascamanes acaben de contar sus cosas. Y es así
como Cinta Rosa nos da una melancólica visión de la vejez en un relato donde
Elisa, de setenta años, aspira al vacío y al silencio durante su viaje a la
desfalleciente y bellísima Venecia, que titula las Valquirias y la Noche.
Y es así, mientras el dirigible
renquea a más no poder, como David nos
lee el comienzo de su novela Septiembre, una especie de Esperando a Godot en
proletario situada en la Plaza de Legazpi, donde unos parados esperan y esperan
la llegada del patrón que los va a contratar por una miseria. Zola en estado
puro, madrileño y castizo a más no poder, con un lenguaje muy propio de los
personajes.
Todo se acaba en esta vida menos el
amor verdadeiro, nos explica la encantadora gallega Anagonz en un poema dedicado
a las mulleres que no son camelias en un jarrón, ni son histéricas sino
históricas. Después Iñaki nos regala un cuento misteriosamente humorístico,
Viajes en busca del amor, y Maria Jesús un conjunto de palabras titulado El
jardín de los claveles secos, con lo que mi querido dirigible da por terminado
el viaje arrastrando sus ya flácidas posaderas y junturas en un prado donde
puede verse la soberbia silueta de Toledo a contraluz mañanera.
Los rascamanes despiertan de su éxtasis literario y el Boss, con su
característica ironía, profiere:
-Ah, ¿pero ya hemos llegado?
José León Cano
27 de marzo de 2019
José León Cano
27 de marzo de 2019
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