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viernes, 22 de marzo de 2019

20ª Jornada/XII año: Miércoles, 13 de marzo de 2019


Bitácura del 13 de marzo
(Cura los males de altura y, en general, de la azotea)


Casi estoy de acuerdo con el diagnóstico de una eminencia mexicana, la doctora Segismunda Freud (alias la Chilanguita de Oro) cuando certifica que el grupo de literatos españoles Rascamán tal vez necesite pasar por un taller.

Yo no diría tanto, porque no soy experto en la materia y es posible que algún ajuste mecánico necesite también, para apretar o suplir ausencia de tornillos; pero sí afirmo que algo descabalados estamos, rascamanes y yo, porque a quién se le ocurre proponer una tertulia entre las nubes, para compensar  las del sótano del Santander, y a quién se le ocurre, pobre de mí, permitirlo. Además de lunáticos, adjetivo que los poetas aceptan con honra,  encima son unos plastas, como iremos viendo.

Por si no lo  han adivinado todavía, soy el conde Graff von Zeppelin, y he tenido la poco sensata idea de aceptarlos, con sus mesitas de café y todo, a bordo de mi dirigible, que hay espacio de sobra.

Nada más recogerlos frente al lago del Retiro madrileño, rodeados de enfervorizada multitud (no por ellos sino por mi artilugio volante) empezaron los problemas:

-Que si yo entro primero, que he llegado antes, que si me corresponde sentarme al lado del jefe, que soy el más guapo, que si apártate un poco, que no podré ver las vistas, que si el conde me mira feo, que si hay un baño o dos, etcétera.

Hubo que llamar a la policía para dispersar a la gente, porque no había forma de despegar, y de buena gana hubiera invitado a un agente a bordo para poner orden. Me limité a esperar con una sonrisa de cemento a que los contertulios se sentaran, y al lograrlo, el dirigible comenzó a ganar altura para surcar el amanecer de Madrid.

¡Qué torres enhiestas, qué capiteles maravillosos, qué jardines dignos de la luna llena!

 ¡Qué belleza primaveral, qué azules delicados, qué rosadas nubes, tan rosaditas como las barriguitas de los angelitos!

El puro feliz que yo dirigía se acercaba, sinuoso y sugerente, hasta casi dejarse rozar por los reyes de piedra que coronan el Palacio Real como si fueran los reyes del mambo; asomaba su morro curioso a la Plaza de Santa Ana, surcaba una Gran Vía bordeada de encantadores edificios que querían ser réplica española de los que ornan los Campos Elíseos…

Un vuelo de fábula, como pocos de los que he disfrutado.

¿Qué creéis que hacían mientras tanto, los variopintos contertulios, ante vistas tan celestiales?

Nada.

Nada en absoluto.

Para ellos no había más paisaje que el que se presentaba ante sus ojos en cuartillas, móviles y ordenadores, donde podían leer sus versos inmarcesibles, o aquellos excelsos relatos que les catapultarían de inmediato a la fama, si no fuera por la caterva de envidiosos y rastreros que, según ellos, se lo iban a impedir.

Creo que un poco enfadado por su literaria carga, el dirigible se balanceó con furia a la altura de la Casa de Campo, exagerando un poco a mala leche la potencia del viento que lo empujaba hacia el lejano Oeste.

Pero a los contertulios parece que les hizo gracia el baile celeste, y empezaron a cantar a coro el Danubio Azul hasta que el Boss, Javier, blandió la campanilla ordenancista y se rehizo un silencio aconsejable; porque el viento arreciaba y quizá fuera el momento de ponerse en paz con la conciencia antes de volar hacia abajo a velocidades incompatibles, y de wagneriano final, con el normal curso de la vida.

Nunca antes había sufrido mi dirigible tal varapalo de Eolo, pero los rascamanes se lo tomaron a risa. ¿No sería Baco, y no las musas, quien en aquellos dramáticos momentos les inspiraba?

El dios del viento, apiadado no de los rascamanes, sino de mí, que los estaba sufriendo, amainó un poco. Fue el momento en que, transida de belleza, quien tuvo retuvo, y con esa voz que amainó tormentas de corazones no hace mucho tiempo, María Juristo (a quien yo, desde el timón, echaba ojitos de soslayo de vez en cuando), se puso a recitar, de su libro “Cuanto dijo la noche”, versos que acallaron al viento completamente y, casi, a los letraheridos:

La sombra encendida
Arranca a los vientos su violencia,
(sic, sic, el viento, que la escuchaba, obedeció)
cuerpos suaves, rompientes
donde la piel enmudece de placer
con la muerte encordada entre sus alas…

Enmudecidos por el placer de escucharla,
Aún tuvimos ocasión de oir otro poema, del que recuerdo:

El sueño loco de la ciudad dormida
Oculta enigmas en rostros de esfinge…

Un pajarraco negro, posiblemente el cuervo de Poe,
Dio un graznido igualmente negro (no pudimos oírlo, pero por la forma en que articulaba palabras con su pico retorcido parecía haber dicho ¡Nevermooore..!)
antes de estrellarse en el parabrisas y caer al vacío como hoja de la noche, abatida por el sol naciente.

El aire se despertaba, y con él la luz, y con la luz las sombras perecían…

Así que nuestra sin par Rocío (Capullito de oro y grana), aprovechó el silencioso éxtasis que siguiera a los poemas de María para endosarnos un precioso, pero sombrío relato, titulado Diálogo con su sombra, en el que la sombra del personaje se arrastraba por todos los suelos del mundo hasta que, harta de esclavitud, decidió evadirse de su dueña, si bien luego regresó, aunque con frescura de mala sombra y reivindicaciones feministas, “seré sombra, pero soy mujer”. La protagonista había pensado denunciarla por abandono corporal (como si fuera un desodorante), e incluso pensó en poner un anuncio, “se busca sombra por horas”. Pero con la alegría del reencuentro se acabaron las horas bajas y todo volvió  a ser como antes.

¡Benditos sean los tornillos flojos, pues entran a raudales las musas por las oquedades que permite su flojera!

Es imposible ver la sombra del dirigible en el suelo castellanomanchego, porque navegamos a tal altura que nos rozan las barbas de san Pedro. Con el runrún del motor por toda melodía (la altura debe de afectar negativamente a la locuacidad rascamanera), Juan Calderón se pone tan lírico, o un poco más que de costumbre, para recitarnos versos dignos de un Petrarca miope:

Tomar la mano y pasear…(falta palabra)
Pero ya estoy tan hecho a la neblina
Que me siento impotente
Para poner destellos de ilusión
En los viejos vitrales de mis iris…

No aconsejaría yo a Juan Calderón (gran prosista y excelente poeta) que acudiera al oculista (en todo caso, al ocultista) sino que limpiara de neblina los viejos vitrales de sus iris para contemplar la hermosura del cielo, esmaltado de veloces golondrinas becquerianas, que desfilan a lo largo y ancho de mi dirigible.

Pero quiá, aquí cada uno va a lo que va y nadie se fija en lo que hay que fijarse. El otro Juan, por apellido Raña, venezolano afincado en la piel de toro, nos sumerge en el obsceno y maravilloso mundo habanero que existiera antes de que el comandante mandase parar.

Y nos describe, con letras tersas y luminosas, lo más oscuro de aquella Habana de jolgorio, daiquiris y de Hemingway también estuvo aquí.

Nada menos que la subasta pública, aunque clandestina, de la virginidad de una niña de catorce años…

Un escritor de verdad no se corta ante el tormento, el éxtasis ni la náusea, y Juan Raña ha demostrado su enorme talla (y no sólo física) de escritor superlativo.

Oigo un ruidito raro… ¿No será que se escapa el gas?
Mira que me lo dijo mi amigo Alberto (Einstein, naturalmente): llena el globo de helio, hazme caso, mira que el hidrógeno es muy inflamable…

Pero yo no le hice caso, y tampoco estaba el horno para bollos hidrogenizados, que por entonces no se estilaban.

El caso es que, sumergido en la preocupación del ruidito sospechoso, no presté mucha atención al hecho de que el auditorio literario la prestara toda a las palabras de Javier, su querido y nunca bien ponderado Boss, que recitaba su poema Barro, ante el cual las golondrina circundantes aflojaron su vuelo al contemplar (nos),
Pues no en vano una golondrina Cubrió con barro los huecos por donde entraba la luz, el espacio roto donde hubo latidos…

¡Ay, si don Gustavo Adolfo levantara la cabeza…! Seguro que, al oír el poema javierano, volvería a escuchar también los latidos que hubo en el espacio roto.

Porque, vamos a ver, ¿Acaso cesan alguna vez los latidos del amor verdadero aunque uno se muera?
Dígamelo, don Gustavo, que tanto sabe usted ya de espacios rotos, vuelvan o no vuelvan las golondrinas del corazón, aun en el caso de que cesara de latir?

¡Oh cielos, estos desalmados me están contagiando…! Y el ruidito alevoso que no cesa…

Me parece que el dirigible empieza a descender peligrosamente, mientras el Vate Cano (José León) nos embarca rumbo a Citerea, su próximo libro (si lo quiere Fortuna) donde evoca la alegría de vivir del Antiguo Régimen, antes de que brillara el filo de la guillotina.
Para ello recita un poema donde Axel von Fersen, el amante clandestino de María Antonieta, le escribe una carta en la que dice que el beso que le robó una tarde vivirá para siempre, Aunque mi cuerpo pierda memoria de la vida…

El que está perdiendo altura es mi dirigible, que parece tener querencia por aterrizar (¡Y no otra cosa, espero!) en el Alcázar de la Ciudad imperial. Ahora el ruidito se está convirtiendo en un chisssss ruidosísimo que invita no al libertino Casanova sino a la pacata Teresa, aquella santa mujer que moría porque no moría…

Pero todavía estamos vivos, y por suerte los rascamanes no se enteran de la misa la media, enfrascados como se hallan en dimes, diretes, papeleo y si me lees te leo.
Casi no me entero de lo que dicen porque ahora soy yo el que se enfrasca en mover palancas y pulsar botones que ya no sirven para nada, porque el desinfle del globo se va pareciendo cada vez más a un coitus interruptus por aflojamiento. Aún así oigo que José Antonio se enamoró de la cocacola, a la que define como la diosa de esta era en su poema, y a Alberto, leyendo un relato excelente en el que habla del binomio de Cronos y Tánatos…O sea,  que Cronos huye como el hidrógeno del dirigible mientras Tánatos se acerca al Alcázar no se rinde, y yo con estos pelos...

Y menos mal que al gas no le afectan, por el momento, las encendidas palabras de los literatos.

Ni siquiera las muy bellas de Carmen Padín, quien en su relato Azul Van Gogh nos describe con todo lujo de colores su visita al recoleto cementerio, cercano a París, donde reposan, el uno junto al otro, el genial pintor y su bendito hermano. A pesar de la dramática situación, me atrevo a mirarla a los ojos  y comprendo el azulado título de su descripción viajera. Ay, ojos claros, serenos…

El artefacto volandero parece estar dando las últimas boqueadas, pero todavía agarra a Cronos por el rabo para que no se vaya antes de que los rascamanes acaben de contar sus cosas. Y es así como Cinta Rosa nos da una melancólica visión de la vejez en un relato donde Elisa, de setenta años, aspira al vacío y al silencio durante su viaje a la desfalleciente y bellísima Venecia, que titula las Valquirias y la Noche.

Y es así, mientras el dirigible renquea a más no poder, como David nos lee el comienzo de su novela Septiembre, una especie de Esperando a Godot en proletario situada en la Plaza de Legazpi, donde unos parados esperan y esperan la llegada del patrón que los va a contratar por una miseria. Zola en estado puro, madrileño y castizo a más no poder, con un lenguaje muy propio de los personajes.

Todo se acaba en esta vida menos el amor verdadeiro, nos explica la encantadora gallega Anagonz en un poema dedicado a las mulleres que no son camelias en un jarrón, ni son histéricas sino históricas. Después Iñaki nos regala un cuento misteriosamente humorístico, Viajes en busca del amor, y Maria Jesús un conjunto de palabras titulado El jardín de los claveles secos, con lo que mi querido dirigible da por terminado el viaje arrastrando sus ya flácidas posaderas y junturas en un prado donde puede verse la soberbia silueta de Toledo a contraluz mañanera.

Los rascamanes despiertan de  su éxtasis literario y el Boss, con su característica ironía, profiere:

-Ah, ¿pero ya hemos llegado?

José León Cano
27 de marzo de 2019







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