Bitácora demasiado autobitácora (con perdón)
El hombre de madera, mi amigo imaginario, no acudió a la cita que habíamos concertado en la puerta del Retiro para contarme sus secretos. Tal vez acuda otro día, pero de momento la melancolía me invade. Menos mal que, como siempre, encuentro un lenitivo en el Ruiz: sirve a los poetas para navegar a la luna, su patria natural, y a los contadores de historias para huir de la peste que asola Florencia.
Aquella Florencia apestada de la que huyeron los personajes de Bocaccio es hoy esta ciudad que atosiga el cuerpo y envenena el alma con sus ruidosos metales semovientes. Donde “el vulgo errante, municipal y espeso” (* Rubén Darío) sobrevive cariacontecido en un magma de precariedad. Peste de ediles y corregidores. Pobre Madrid, agarrado y embotellado entre Anas de peluquería y Esperanzas que sólo saben bailar cha-cha-chá.
Pero el Ruiz es otra cosa; el Ruiz es una gota de miel con jengibre: dulce y energético; un castillo bien almenado, un nido de letras donde los que intentamos ir de vuelo hallamos descanso y, a veces, hasta depositamos huevos que ora germinan en nuevas letras, ora son beatíficamente devorados por la concurrencia, para general contentamiento.
Bueno, pues allí que dejo un huevo, no mío sino de Álvaro Cunqueiro. Consiste en cumplir lo amenazado y darme el gustazo de leer su “Epístola de Santiago Apóstol a los salmones del Ulla”, tan sabrosa que dan ganas de irse a predicar a esos peces gallegos para luego digerirlos en la paz de la siesta, bajo el rumor de los eucaliptos. Ana la rubia, que es celta por los cuatro costados, se conmueve con la prosa de su paisano, primigenia y brillante, como de rocío matinal, y confiesa que lo conoció a través de sus exquisitas recetas de cocina.
Cuando vuelva a la adolescencia me iré a vivir a Galicia y acabaré escribiendo como Cunqueiro, entre salmones, centollos, percebes, viños verdes y lo que haga falta, para que no decaiga la fiesta hasta que La Pelona la clausure; me iré a soñar a Galicia sin Ana o, mejor, con ella, que es un amor.
Aunque no sea galego, sino andalusí, y albacetense por más señas.
Mañana propicia a morriñas y saudades. Llueve y se está bien en casa recomponiendo el gastado rompecabezas de la memoria. Carlos Ceballos (antes Carlos Nosé) cuenta finas historias, llenas de erudición y sabiduría, al tiempo que devora con despaciosidad galletas de herbolario que probablemente sirvan para curar vaya usted a saber qué alifafes. Paloma Hidalgo sobrevuela nuestras cabezas, potente como un halcón, mientras da conocer su poema “La vida”, donde también llueve, donde “los ojos tristes de la tierra lloran; donde llueve “sobre la tierra escarmentada, arrastrando la muerte, dando paso a la vida”.
Y sobre los nueve rascamanes reunidos (el benjamín París, Alberto el vasco, la delicada Copado, la sabia Rocío, la poeta- silenciosa en esta ocasión- Nuño, yo mismo y los antes citados), sobre todos nosotros llueven también “lágrimas perfumadas de jazmín y bergamota”.
Pero vamos de cuentos y salen a colación los nombres de Jumpa Lahiri, la yanqui de origen hindú, y su novela “Tierra desacostumbrada”, profunda y conmovedora; de Flanery O´Conor, la norteamericana que escribió desde su Georgia natal algunos de los mejores cuentos del siglo pasado; de Alice Munro, esa venerable canadiense que por tener “Demasiada felicidad” se convirtió en otra cuentista avasalladora, etc.
Me pregunto si independientemente de la gran valía de estas señoras no estaremos invadidos con exceso por los prestigios del imperio gringo, por los esplendores de la lenga anglosajona, en menoscabo de otros/as autores de no menos valor, pero menos divulgados por pertenecer a otros ámbitos culturales de menor consideración desde los paradigmas de lo literariamente correcto… Muchos son los garbanzos que se cuecen, y muy diferentes las salsas que se proponen, en esta villa florentina de café con leche desde la que se divisa, a lo lejos, la tristeza y el drama de la apestada ciudad.
Amo profundamente a la Norteamérica que ha dado a mi imaginación dos piernas poderosas: el cine y el jazz. Y una estrella que me guía y me deslumbra: John Steinbeck, de quien estoy leyendo sus maravillosas “Uvas de la Ira”. Hay otra Norteamérica que no me resulta tan simpática, por ser harina de muy otro costal, y no vamos a entrar en detalles.
Pero tampoco hay que otear horizontes lejanos para embriagarse con relatos magníficos. Sin ir más lejos, tengo a mi derecha a Rocío, quien nos cuenta una delicia erótica que, sin llegar a la procacidad de Bocaccio, presta al Ruiz la sensualidad decameroniana que conviene a estos tiempos revueltos, lluviosos y fríos.
Rocío –“¡Ay, mi Rocío…!”- toma como hilo conductor una balada de Otis Redding, “Sitting on the rock of the bay”, o algo así, y con él va tejiendo una historia: “Yo tenía veinte años y tú un coche blanco…”, “Cuando mientes te tiembla un poquito el labio de arriba…”, “Era octubre y tú sabías dónde perderte…”, una historia sobre el amor y la soledad, en la que describe, con la maestría que la caracteriza, ese primer encuentro en el asiento trasero de un coche en sombras, esa explosión de lujuria tierna y pura que todos añoramos cuando los años van hundiendo su lenta daga en el corazón. Un asiento trasero en el que “se desabrochó el pudor y se desnudaron mis veinte años”… ¡Qué gusto!
Se me pide que vuelva a la palestra y, como hay que entretener a los huidos de Florencia con algo picantillo, recito dos sonetos bajo la advocación de aquella diosa que el también renacentista como Bocaccio, Sandro Botticelli, pintó para que me enamorara de sus sagrados ojos azules y su cabellera de oro, mientras brotaba de la espuma del mar, en la galería florentina de Los Oficios, en mi primer viaje a Italia, cuando yo tenía veintiún años.
Uno de ellos empieza: “Tu nalga, colofón del paraíso, que enciende arterias, entusiasma plumas…” y el otro: “La punta de mi lengua tiene escrita la oscura voluntad de tus pezones…” El aire frío de la tarde se va calentando.
Ana, para no ser menos, lee un poema en el que su corazón se acelera casi al borde del infarto.
Y qué a gustito que estamos todos, tan calentitos.
Carlos Ceballos lee un poema-infinito, “Génesis”, que busca el principio de los principios como quien se mira en una galería de espejos enfrentados hasta que el último reflejo del autocomplaciente Narciso se pierde en la nada: “En el origen era yo tecleando un poema sobre el origen…”
El benjamín, París, recita un poema de tumulto, con algunos versos muy luminosos. Desde luego, promete. Le digo que no deje de escribir, que en la adolescencia y en la primera juventud es cuando surgen las imágenes más rompedoras.
Alberto el vasco lee un poema suyo, de amor y melancolía, donde afirma que “en mi cuerpo se encuentran todas las respuestas”. Verso magnífico: en qué otra parte pueden hallarse; a qué otra verdad podemos aspirar que no esté inscrita en la naturaleza. Me recuerda otro mío, algo satánico, Alá me perdone: “No hay más alma que el cuerpo y el tiempo es su profeta…”
La sensualidad beatífica del cuerpo, los esplendorosos sueños eróticos del cuerpo, esos que nunca te abandonan, así tengas cien años.
Llueve, llueve, llueve… Yo creo que el hombre de madera no acude a mi cita, porque como llueve y está el aire tan húmedo teme descomponerse. Algo me dice, sin embargo, que acudirá. Tal vez cuando salga el sol, que siempre sale, y en esa esperanza sí que confiamos cuantos huimos -pero siempre volvemos- de la ciudad apestada.
De ser así, prometo contarlo.
1 comentario:
Un placer haber compatido con vosotros una nueva tertulia.
Un beso
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