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viernes, 25 de enero de 2008

14ª Jornada: Miércoles, 16 de enero de 2008

...nos acordamos del recientemente fallecido Ángel González.

Son las 18:00 horas. La tarde es fría. Regreso al taller de literatura enfermo de nostalgia tras seis largos meses de ausencia, con un órgano menos (en agosto fui operado de apendicitis) y un hijo más (en octubre nació mi hijo Daniel). Ingreso en el Café Galdós, donde encuentro un ambiente acogedor, entre paredes rojizas, que incita a la tertulia. Atiende las mesas una camarera rubia. En seguida, echo de menos una camarera morena que complete el acertado tándem que en su día propuso Don Hilarión en la zarzuela “La Verbena de la Paloma”. El reencuentro con Javier, Rocío, Vicente (Ana y Adriana llegarán más tarde) es el antídoto perfecto contra el veneno de mi nostalgia acumulada. Tras los saludos, anuncio que para este curso he decidido no escribir otra cosa que no sea poesía. De mis palabras mis compañeros deducen que tal vez lo que distinga a un narrador de un poeta, o viceversa, sea algo tan nimio como esa prolongación inútil que parte del intestino delgado y que a veces se inflama. O lo que es lo mismo: que en mi caso el apéndice era narrador puro y que, al verme privado de él por la cirugía, ha conquistado mi cuerpo, como alienígenas procedentes de planetas lejanos, el resto de mis órganos, que eran poetas, poetas sigilosos, dignos, discretos, como son los poetas, en una colonización lírica/vírica de la que ya empiezo a preguntarme cuánto me durará.

Adriana lee poemas de Cortázar, cargados de su prosa poética y sus adverbios acabados en –mente, que el escritor argentino leería, imagino, con esa erre suya inexistente. Iniciamos una discusión sobre las fronteras difusas que separan la prosa de la poesía. La prosa, concluye Javier, trasmite historias, mientras que la poesía transmite emociones. Seguramente ahí radique la diferencia. Todos coincidimos en que Javier tiene razón. De repente, nos acordamos del recientemente fallecido Ángel González. Alguien confiesa que cada vez que se decide a leer a un poeta o a un escritor, transcurridos unos días ese poeta o escritor muere, en una especie de ruleta rusa fatal. A mí me da por pensar que tal vez no se trate de una casualidad, que los lectores no seamos sino insaciables devoradores de mitos, asesinos en serie sin remordimientos, conciencia ni escrúpulos. No en vano, una vez leí que las personas destruimos lo que amamos. Asustado, en secreto me propongo no volver a leer a Miguel Delibes, o a García Márquez, o a Antonio Muñoz Molina, por lo que pudiera pasar: conozco el sector funerario, pasa veinticuatro horas al día dispuesto a entrar en acción, y yo no quiero darles más trabajo del que ya tienen. Decido conformarme con releer al gran Pessoa, a Borges, a Gil de Biedma, incluso a Cortázar, a quienes como mucho sólo podría re-matar.

La poesía trae un nuevo tema de conversación a la mesa, que a esas alturas ya decoran una taza de café, un vaso de cerveza vacío, y un botellín de agua con gas. Mis compañeros y yo debatimos sobre la duración del amor. Hay quien opina que el amor nunca es eterno. También, quien cree que es cambiante, que evoluciona a la vez que lo hace la edad del que lo padece. Que necesita de las rutinas tanto como de las novedades. Por mi parte, yo sostengo que el amor, o mejor dicho, el enamoramiento, produce el mismo efecto que los faros de un coche con el que nos cruzamos de madrugada: al principio nos deslumbra hasta provocarnos ceguera, para después, cuando los efectos del deslumbramiento se disipan, dejar su sitio a la carretera, una carretera que puede extenderse cuesta arriba o cuesta abajo, recta o sinuosa, diáfana unas veces o con obstáculos y cruces otras. Para amor, me digo yo, el de Vicente por Bukowski, elevado a mitológico aquel día de verano en la cuesta de Moyano en el que, según nos cuenta, tuvo que elegir entre gastar las ochocientas pesetas que le quedaban en un libro de Bukowski, o no gastarlas para poder asegurarse el regreso a Villaverde Bajo en autobús. Finalmente Vicente se decantó por comprar el libro y recorrer a pie los más de ocho kilómetros que le separaban de su casa bajo un sol de justicia. Hoy, nos dice Vicente, su pasión por Bukowski ha decaído. Su historia con Bukowski refuerza mi teoría sobre el amor y los faros nocturnos.

Son las 20:00 horas. La tarde termina, como terminaba el poema de Javier escrito en el Metro y leído en el transcurso de esta clase que casi es historia y que, para mí, ha sido la del feliz reencuentro, con ese verso que dice “El aire es demasiado denso para que llegue la noche”. La noche nos espera al otro lado de la puerta del Café Galdós. Allí, dejamos puestos los deberes para el próximo día (un relato o poema que incluya un plano y la pregunta: “Es a las 7, ¿verdad?”; y a la camarera rubia quien, a falta de su par morena, sigue atendiendo sola las mesas. Fuera, las luces municipales alumbran las fachadas de las iglesias, los bancos, las compañías de seguros con sede en la calle Alcalá. Por ella transitan los últimos peatones sumergidos en el frío inmenso del invierno, entre carteles que anuncian obras teatrales y comercios que proponen sus increíbles ofertas para el mes de enero.

Para mí, la mejor oferta es poder volver al Café Galdós el miércoles siguiente.


David Lerma

21 de enero de 2008

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