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miércoles, 19 de marzo de 2014

25ª Jornada/VII año: Miércoles, 12 de marzo de 2014


Una tarde en el batiscafo

Por una rara decisión del destino, hoy 9 de abril de 2043 he cumplido 100 años. No me acuerdo de dónde he puesto las gafas, ni con qué finalidad me encuentro a veces en el cuarto de baño, y me cuesta mucho recordar cómo se llamaba esa actriz norteamericana maravillosa de la que siempre anduve enamorado, esa Marilyn no sé cuántos que me ponía los dientes afiladísimos cuando todavía me quedaba alguno.

Pero hay cosas que no se olvidan nunca.
 
Tal es el caso de lo que viví la tarde del miércoles pasado; quiero decir, del miércoles, 12 de marzo de 2014, que fue como si hubiera sido ayer, como si la memoria de los centenarios fuera más caprichosa que las efusiones de una adolescente.

No me daba cuenta entonces, apenas iniciado el declive, de lo fresca que seguía rebullendo la sangre que refrescaba mi corazón. La misma que, por fortuna, lo remansa ahora, cuando ya ha pasado tanto tiempo de aquella época miserable y corrupta, previa al derrocamiento de la monarquía, en la que, sin embargo podía producirse un cónclave “jabonado de delfines”, para gloria y contentamiento de los poetas que allí nos reuníamos.

¡Oh tempora, oh mores..! El lugar de reunión yo lo llamaba El Batiscafo, pues era una sala subterránea acristalada. Si no llegaba la luz del sol, sí la azulada de un imaginario fondo marino por donde discurría la profundidad, el misterio y las imprevistas bancadas de metáforas, enriquecedoras de versos y prosas.

Javier, el capitán Nemo de aquel periplo semanal, acababa de regresar de Creta con un regalo para Aureliano, el patriarca de la tribu, consistente en una estatua donde Teseo luchaba, como el propio Aure, con ese Minotauro que todos albergamos en lo más laberíntico de nuestro ser. Fue el mejor regalo que pudo complacernos a todos, luchadores o no, de aquel cotarro mágico, iluminado por las más encantadoras sirenas que pudieron reunirse nunca en Madrid.

Empezaré hablando de la sirena llamada Paloma Hidalgo, de la que estaba tan enamorado como de todas las demás allí reunidas, y como de aquella Monroe (¡ahora me acuerdo!) que endulzó las horas más ásperas de mi adolescencia provinciana en cálidos y reconfortantes aislamientos… Era una espléndida rubia, la Hidalgo, no la Marilyn, que acababa de cumplir los más bellos cincuenta años que vi jamás.   Tenia un aura adolescente y un leve roce de tristeza en el fondo de sus ojos, pero esa tristeza la desmentía constantemente con una sonrisa tan poderosa que paralizaba el tiempo (la recuerdo y, en efecto, el tiempo ha cristalizado: ayer es hoy).

Paloma abrió sus alas y dejó palabras suyas volando por el interior del batiscafo. Eran de un pequeño relato, llamado Pecata Minuta, donde manos, plata, acero, combinaban su magia sonora, como letras de un cefirot, de diamantina armonía y claras evocaciones sentimentales; de hecho, al otro lado del cristal de nuestro hermético navío, multitud de sirenitas transparentes, del tamaño de un dedal, y cuyos rostros eran singularmente iguales al de Paloma, aplaudieron sin hacer apenas ruido, de manera que algunos tertulianos lo confundieron con los rumores procedentes de la librería del piso de arriba.

Le tocó el turno a continuación a la sirena llamada Isabel Morión, y sin haberlo buscado me ha salido un pareado.

¿Cómo era aquella majestuosa y elegante sirena santanderina, en cuyos ojos intensos refulgían las  tormentas más emocionantes del Cantábrico? Tenía la voz poderosamente femenina de una locutora de los años treinta, una voz sin embargo tierna y sencilla, como las que surgían de las radios galena antes de que una voz de tiburón machihembrado dijera por las ondas aquella obscenidad de “La guerra ha terminado…”

Como si la guerra que siguió a la guerra, que por aquellas fechas cumpliría setenta y cinco años, hubiera terminado alguna vez.

No, no había terminado, sino que se había recrudecido: algaradas, cargas brutales, precariedad, angustia, miedo al futuro… Todo aquello rebullía esa primavera triste, como flores del infierno azotadas por la tempestad, al otro lado del cristal de nuestro batiscafo, a donde no llegaba el ruido de los cascos, cada vez más cercano, de esos Cuatro Jinetes que acompañan siempre al fin de una época.
Con su voz de monja arrepentida, que nos ponía las pilas a todos, Isabel Morión evocó la figura enorme de Caballero Bonald, uno de los pocos poetas resistentes que quedaron en España tras el 39 y que por aquel entonces contaba con ochenta y seis años de extraordinaria viveza.

De su libro “El agua del olvido”, que se presentaría días después, con gran pompa y circunstancia, nada menos que en la cripta del Gijón, enmaderada de arriba abajo como el interior de un barril barnizado, la sirena Morión leyó un poema dedicado a Bonald en el que se decía algo así como que “somos el tiempo que nos queda”. Es decir, que no sabemos lo que somos ni lo sabremos nunca, por más que, como en mi caso, acabemos cumpliendo cien años…

La reflexión filosófica se rompió de modo festivo cuando nuestro ínclito Fenoy, de quien hablaré más adelante -si es que me queda tiempo- dijo con toda sapiencia y seriedad que Bonald le puso los cuernos a Cela. Pese a la carcajada general, no tuvo a bien añadir más detalles.

En esto el Boss Nemo, nuestro no menos ínclito Javier, cambió el tercio y leyó un poema, que calificó de “experimental”, donde Caperucita Roja se esconde tras un carrusel de sabrosas concatenaciones:

“Roba, roca, ropa, roña, rosa, roja, coge, moja, roja, ruge, reja, rija, roja, ruja…”

O algo así, y que el pacientísimo lector me perdone los lapsus debidos a mi centenaria ancianidad, amén.

Pero como la tarde estaba henchida de acontecimientos, ocurrió en aquel entonces la llegada de Aureliano, nuestro Catulo redivivo, sobre cuya lustrosa calva revoloteaban siempre las chispas de un cerebro tan amable como brillante. Y el bueno del Aure nos perpetró un magnífico poema titulado “Universo”:

“Me negabas ayer el universo
y hoy resulta, mi vida, que no es tuyo.
De lo que sólo a ti te pertenece,
Soledad y desengaño.
No me ofrezcas”.

Aureliano, Aureliano, buen amigo, cómo te echo de menos en esta apacible, pero ingrata soledad con la que se me castigan los fervores de tantos años… Pero aún resuenan en mi  monda cabeza tus poemas para recordarme las magnificencias de tu palabra y de tu alma.

Vuelve a perdonarme, lector, esta digresión  inoportuna, que mientras seco una lágrima continúo con el relato.

Y fue que el Boss abrazó al Aure, ante el aplauso general –el Batiscafo se balanceó un poco- y le hizo entrega de la estatuilla mitológica donde un Teseo broncíneo apuñala a un triste Minotauro que, salvo devorar doncellas y donceles, como era su obligación, no se metía con nadie que no se metiera en los jardines de su laberinto. Ante la macarra apostura de Teseo y la doble testuz afilada del Minotauro, no tuve más remedio que comentar sobre la estatuilla: “¡Encima que le pone los cuernos, lo mata..!”

Menos mal que casi nadie escuchó mi comentario.

Pocos días después empezaron a cometerse asesinatos nada mitológicos sino bien reales, y la sangre manchó puentes y calles de este malhadado país; como si el Minotauro, enfurecido por tantos desmanes, hubiera decidido salirse del laberinto, donde estaba encerrado, con los cuernos bien enhiestos. Todos sabemos ya los incendios a que dieron origen estas primeras brasas, pero eso es otra historia.

Que nada tiene que ver, aunque esté inmersa en ella, con la mucho más apacible del Batiscafo.

Hundiose el aparato, con lentitud sedeña, en aguas de más profundos ensueños, cuando Nemo, tras la fervorosa ofrenda al Aure, leyó su poema “Isla”:

“…Llueve sobre el lago,
Invierno, pérdida,
Para que esta lluvia
Siga cubriendo todos los recuerdos…”

Justamente, querido Nemo, te encuentres ahora donde te encuentres: es esta misma lluvia que cae sobre Madrid mientras escribo, aquietando penas y deslumbrando recuerdos, como los de aquella tarde en la que la poesía, una vez más, nos salvó de la barbarie.

María Antonia Copado era otra de las sirenas maravillosas de aquella irrepetible tertulia. Aunque castamente, que era sirena casada, ni la Copado ni yo podíamos resistirnos a rozar nuestros labios a modo de saludo, pues tanto y tan bien nos queríamos. Los ojos de su alma alcanzaban mucho más que los muy bellos de su rostro, de modo y manera que sus ardorosísimos poemas eran leídos por otros contertulios. Este vez le tocó el turno a Carlos, que al principio se autoapellidó Nosabe, y luego Yasabe, él sabrá por qué. Tal vez porque, como buen místico, le alcanzó, por obra y gracia quién sabe si de Juan de la Cruz, esa búdica iluminación que se logra “sin saber sabiendo, toda sciencia trascendiendo…” Así nos las gastábamos los conjurados submarinos.

Iluminado o no, prestó sin embargo sus ojos al poema de la Copado, donde se encontraba la nada, bosque que oculta la memoria de lo que fue. Donde también se hablaba del sueño, huella húmeda, alma tu rostro todo mío…

Uno de esos poemas, en fin, que pese a ser crípticos, están llenos de fervorosas reminiscencias, esas que hacen cosquillas indelebles al corazón. María Antonia, estés donde estés, sabes que te quiero y que mi alma está junto a la tuya.

En cuanto a Carlos Nosé, que Ya sabe, cuyo verdadero apellido era Ceballos, protagonizó una polémica literaria acerca de añadir o restar adjetivos a los dientes que figuraban en su poema curiosísimo y demoledor, como casi todos los suyos. ¿Diminutos y agudísimos dientes, o sólo diminutos dientes? Algunos nos inclinamos por simplemente diminutos, con lo que el poema quedaría así:

“Diminutos dientes
infectando como la lepra
la carne humana (…)
Y la muerte sobrevive al cuerpo,
Sajado con fino estilete
Por innúmeras cicatrices…”

Carne y muerte… O sea, la misma cosa… Mi médico, que es un papanatas, como casi todos, me ha recomendado una serie de mejunjes que, por obra y gracia de mis santísimos testículos, he acabado tirando a la basura. Y entonces, oh milagro, han ido desapareciendo, uno tras otro, todos mis alifafes; o yo he dejado de concederles importancia alguna, que de esta vida nadie sale vivo, sobre todo mucho después de los cien años. Así ocurre porque es la mente la que cura al cuerpo, con sus salutíferos dientes, y yo hace tiempo que le dije a mi mente que me lo preservara hasta llegar a mi feliz decrepitud, siquiera fuese para poder sopesar y degustar, con la perspectiva del mucho tiempo transcurrido, la felicidad irrecuperable de aquella hermosa tarde, como tantas otras, a bordo del Batiscafo.

Y vuelvo a ella, pues tanto me rejuvenece, cuando tomó la palabra el guerrillero Fenoy, émulo del Ché y de Buenaventura Durruti, que era sin embargo de apariencia mansa, aunque de pecho tumultuosamente marino. Y pese a lo revoltoso de sus ideas, tan compañeras de las mías, resulta que se sacó de las meninges un poema soberbio que en nada envidiaba al Cantar de los Cantares:

“Hermosa, ven,
Cuando se enciende la noche
Entro en tu jardín diminuto.
Ven, amada,
Oh brasa que oreas
Tálamos y llamas”.

¿No parece, también, un poema persa, de los inspirados por el sufí Rumí? Ah, maravilla de las maravillas… Mientras afuera la gente se suicidaba por los desahucios, y tanto los semirrojos como los superazules seguían decididos a chupar del voto, a perpetrar sus tropelías, así se desangrase el país hasta la muerte…

Rocío, ay mi Rocío… Puritita canela en rama, y en forma de sirena pudorosa, de las que parecían no haber roto nada en su vida, salvo palabras, para extraer sus esencias evocadoras. Y sí que evocaron, sí, las de su relato sobre alguien que estuvo en la cárcel de Soto del Real, donde podía “chutarse letras en vena”. Palabras, palabras… Pero, así lo dejó escrito, “hay peores cárceles que las palabras”.

Rompo los barrotes de esta cárcel de palabras donde me encuentro, para volar hasta el recuerdo de una de mis sirenas favoritas, la gallega Ana, a la que una vez le di un bico en la boca –con permiso de la autoridad, y dado que el tiempo no lo impedía y el compañero estaba ausente-, porque también la quise, y la sigo queriendo ahora, esté donde esté. Creo recordar que nos leyó aquella tarde un lindo poema, “Ainda”, medio galaico y medio castellano:

“Da miña boca
aún siento que fue mañana
y no ayer…”

También anunció su marcha a Australia, como médico sin fronteras, desde donde nos escribió después mails llenos de encanto y efusividad. Ana: cómo olvidar las cenas majestuosamente gallegas a las que nos invitabas en el jardín de tu ático, cómo, así pasen mil años, borrar de la memoria esa risa tan enriquecedora que no encuentro adjetivos para dibujarla, esa vitalidad cuya descripción llenaría páginas y páginas en una novela de Balzac… Eras musa principal, y poema viviente, del Batiscafo. Cuánto te echamos de menos desde que decidiste marcharte a los antípodas y yo te recomendé que caminaras allí con mucho cuidado, no fueras a caerte bocabajo…

Hete aquí que tomó luego la voz recitante Juan Carlos, el poeta que era más amable que un jardín brotado en medio del Sahara. Y de la voz del poeta surgió su poema “El Cometa” (éste también pareado, pero buscado):

“Lanza al cielo la antorcha del asombro,
vibran los planetas
en la ancha libertad que alberga tu pecho…”

En el nombre de la libertad no se cometían crímenes (como los de afuera del Batiscafo), sino poemas estupendos, como los de la sirena Alma, experta buceadora en aguas serenas y reidoras, en compañía de palabras que tremolaban con la Senyera o con el rojo y albero de la hispánica, que por igual la acompañaban en dulce danza de peces como labios:

“A veces el agua olvida los cauces,
llueve a carcajadas en ritmos transparentes…
¡Es tan intenso el no ser!”

El poema se titulaba “Arabesco del agua repensando su curso”, y eso es la vida cuando regresa a sus primeras orillas, eso es la cada vez más precaria memoria en la que, sin embargo, se clavan  momentos indelebles que dan sentido a todo transcurrir.

A continuación leí yo, no me acuerdo qué, y luego vino Alberto y nos contó cosas de su agridulce viaje a la India, de Bombay, caótica, ruidosa, sucia, contaminada, de Madurai donde encontró una paz relativa en el asram donde se alojaba, de que las castas siguen funcionando… En el corazón de aquel infierno, sin embargo, sigue existiendo la felicidad, que no es otra cosa, aprendió en la India, que la persecución de la belleza y la persistencia de la esperanza.

Parece que no le sentó nada bien el periplo hindú a este soberbio novelista, que escribe mientras sigue buscando su lugar en el mundo, pero pronto se recuperó.

Cinta, la sirena Cinta, cuya rotunda belleza estremecía los cristales del batiscafo tanto como su sonrisa interminable, como sus ojos del más hermoso color indefinible que viera nunca. Cinta, digo, leyó su poema “Nómadas”, del que recuerdo “El desierto renace en plena noche oscura”.  Extraño y sugerente semihaiku cuya imagen poderosa me recuerda –ah, memoria, a veces tan grata- las noches de luna llena a bordo de ese mar infinito que es el Sáhara…

Juan Antonio, que en el fondo era un cachondo de mucho cuidado, tuvo la amabilidad de leernos algo indefinible, pero que moló mogollón, titulado (y dale con el pareado) “Nuestro Cabezón”. Se refería a la estatuilla de los Premios Goya y hablaba mal del ministro de Cultura de turno y de otras simplezas tan características de aquella época, en la que los lerdos mandaban a los cultivados y el Iva de los bienes culturales había subido, como las almas puras, hasta alcanzar cielos inaccesibles a las por entonces miserables economías de la mayoría de los ciudadanos. Menos mal que después de aquellos tristes años pasó lo que pasó.

Con la sirena extremeña Amelia Peco fui una vez al cine, y antes de que empezara la película le propuse que nos hiciéramos “hermanicos de sangre”: había que sajar un poco las muñecas para que nuestras sangres se mezclaran. En vez de eso, y para evitar el dolor, nos las apretamos entre el índice y el pulgar, para hacernos un poco de daño, y no juntamos las sangres sino el pequeño sufrimiento mutuo. Ese ritual nos ha unido amistosamente, aunque no nos veamos casi nunca. Yo se lo agradezco mucho, pues al ser hijo único siempre he añorado una hermana.

Pues mi hermanica de sangre, aquella memorable tarde en el Batiscafo, citó una cita de Voltaire que encabeza o aparece, no me acuerdo bien, en un libro de Martín Vivaldi: “Una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento”.¡Tenedlo siempre en cuenta, oh poetas amigos de abundosos adjetivos: menos es más!

Pido perdón, posiblemente póstumo, a los no citados, que ya fueron pocos, pero es que me he cansado de escribir, y no quiero convocar a Caronte todavía, y menos por fatiga dactilar frente al ordenata.

Menos da una piedra.

Y paso a paso, piedrita a piedrita, acabamos derrocando los David populosos la tiranía de Sansones coronados, como todo el mundo sabe. Que menos es más, pero cuando los más se juntan no hay menos que lo resistan.


Deo Gratia.

José León Cano
21 de mayo de 2014

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