1. Bitácora inconclusa de la Resurrección de la Carne
por José León Cano
-Amados amadísimos –entonó el abad en
humilde falsete-, ¿acaso las tentaciones no son tan hijas de Dios como las
avecicas del campo? ¿Quién dijo que
fueran cosas del Diablo, o que el Diablo no fuera cosa de Dios?
Hubo un murmullo de aprobación en aquel
inusual convivio, formado por monjes y monjas un tanto montaraces.
-¿Por qué, entonces –prosiguió- tenemos
aherrojadas a esas dichas tentaciones, en vez de darles vuelo para que
probemos, frente a ellas y frente al ímpetu de las carnes, la fortaleza de los
espíritus?
Una sor sonrió en sordina.
-Pensad, hermanos, reflexionad hermanas
–continuó fray León de la Santa Compaña, esta vez con la voz más engolada, y
con un breve matiz de pimienta que recordaba el timbre de los abates
dieciochescos-, reparad todos no sólo en la brevedad de la vida, sino en que la
pasamos tan ricamente a cubierto de sus tormentas en estos claustros espesos
donde florecen, sí, las virtudes cristianas, pero se agostan esos inocentes
vicios que la hacen soportable y hasta gozosa, como el primer vaso del vino
otoñal…
Y dicho esto, fray León, escudándose en
el catarrazo de caballo que lo consumía, se echó al coleto un vaso de aparente
leche caliente que, sin embargo, enmascaraba los mil dragones de un poderoso
coñac.
La beata concurrencia, reunida en el
refectorio de la abadía de San Ruiz de las Calzas Verdes –donde los hermanos
cocineros cobran tan caro sus míseras colaciones-, tenía los dedos entrelazados
sobre la mesa y los ojos bajos, acatando las palabras abaciales con la unción
propia de su monacal recato…, pero una mirada más atenta hubiera descubierto,
en el rictus de sus bocas, expresiones de mal disimulada lascivia, esas mismas
que preceden a solitarias prácticas en la más celosa intimidad de las celdas,
cuando no a encuentros cautelosos en la tercer fase. “Porque –pensó sor Cinta
Rosa de las Aparecidas con buen criterio- la jodienda no tiene enmienda.”
El ya crudo octubre enfoscaba los aires
de la tarde como un mal presagio invernal. Pero allí estaba, presidiendo y
calentando el beato cotarro, nuestro reverendísimo y amadísimo obispo, Dom
Javierus de la Buena Mitra, cuya proverbial campana, destinada a poner orden y
recato cuando las aguas pretendían salirse de los cauces canónicos, guardó sin
embargo un facundo silencio durante toda la sesión, como implícito plácet a don
Carnal, sin cuyos escarceos y cuchufletas no tendría sentido alguno su sucesora
y matadora, doña Cuaresma.
“Qué maravilloso invento es el pecado
–murmuró entre dientes el más volteriano de los cofrades, el hermano Franciscus
Fenoy del Perpetuo Socorro-: nos prohíbe el goce y, al tiempo, nos sahumeria
con el humo ilusorio de goces sin cuento en la otra vida. Razón puede que
tengan quienes maldicen que vendemos humo a precio de oro… Si al menos fuera de
marihuana…” Pero Dom Javierus le mandó silencio.
Y así pudo continuar fray León su
perorata, a garganta cascada por el resfrío, concluyéndola de esta guisa:
-Demos, pues, libre curso a lúbricos
pensamientos; pero hagámoslo de modo y manera que la belleza de nuestros verbos
los purifique y eleve a las puertas místicas; del mismo modo que, si los arrebatos
teresianos procedían de la indomesticable carne de la santa, eran sin embargo
el motor de sus ascensiones y levitaciones paradisíacas.
-Así sea –confirmó nuestro bienamado
obispo- y comience el debate sensorio la amabilísima hermana sor María Antonia
del Copo Celeste, por ser la primera que acudió a nuestra convocatoria.
La susodicha sor se desnudó de tocas,
acarició sus áureos cabellos con santa coquetería, y cargando de arrebatadora
malicia sus bellos ojos negros oscurísimos, dijo:
“Corazón, no jadees
porque el deseo te acucie.
Primero devoro tu boca;
Después aprieto mi cuerpo a tu sexo,
Terso y excitado,
Y también me lo como…
Gocemos hasta que no quede una sola gota
De esperma en tu miembro enhiesto…”
Hubo risas y múltiples gorjeos, como de
palomas y palomos arrebatados en exiguo palomar. Porque poema, aquello era
poema, pero tal vez demasiado indirecto, demasiado polisémico, demasiado oscuro…,
tal vez al objeto de que cada cual pudiera entender como quisiera sus abstrusas
palabras. Que la poesía es buena o mala, tanto si se entiende como si no. ¿Aquella se entendía tanto que no había manera
de entenderla, o a la viceversa? En cualquier caso, corroboró divertida la
asamblea, la de nuestra beata compañera era buenísima.
Alguien habló, haciendo exégesis del
poema, no se sabe si de la importancia de los tamaños o de si los tamaños no
tenían importancia. Y se cedió la voz y la palabra a sor Cinta Rosa de las
Aparecidas, quien, renunciando a hábito alguno, lució su espléndida belleza en
oscuro traje secular, y dijo:
“Navego en el mar de tu saliva
y el barco bronco de tu mástil
me aprisiona, pirata;
pirata tú. Yo la cautiva”.
El humilde cronista, que para todo servía
menos para escribir de oído, pues los tuvo algo chungos, no certifica que
fueran exactamente así las palabras de la bella hermana Cinta, pero sí muy
parecidas, pues la de las Aparecidas siempre habla alto y claro, y no fueron
nada necias sus palabras, por más que los oídos fueran algo sordos, y siempre
queda en el caletre, y en la péñola, algo de la verdad de lo escuchado.
Escuchado y alabado, con justicia, por la
docta y santa concurrencia, que le dedicó enfervorizados parabienes.
Que también los recibió otra de nuestras
espléndidas cofrades, la beata madre Isabel Morión del Esclarecimiento Divino,
con versos de incontestable claridad, aunque un tanto heterodoxos, pues
afirmaba que, “si el cielo no es lo que es, si todo está aquí, disfrutemos, por
si acaso”.
Y disfrutaron, vaya si disfrutaron,
resarciéndose así, aunque castamente, de las penurias, estrecheces y
prohibiciones de largos años de enclaustramiento… ¡Oh, santísima Libertad! ¡Qué
pocas veces recibimos los humanos tu sagrada hierofanía!
La novedosa expresión poética de sor
María Antonia, “miembro enhiesto”, aún dio varias vueltas verbales en la mesa
abacial, esgrimida con particular gracia por nuestro obispo bienamado y nunca
bien ponderado. Y cuando tal pólvora semántica acabó de dar sus últimas
explosiones, recobró la palabra, pues era su turno, aquel anciano abate de fray
León, tan reverendo como reverdecido, quien a pesar de su demoníaco trancazo
pudo balbucir un sacrílego soneto, de obscenidad manifiesta, que acababa con
este terceto deleznable:
“Y yo me disolví, desparramé blancura
donde una rosa oculta en selva oscura
se abrió golosa al son de mis latidos”.
Tanto Casanova como el Divino Marqués se
revolvieron en sus tumbas ante semejante atrevimiento. Pero don Carnal era don
Carnal, y se pasó página.
Sor Rocío del Capullito de Oro y Grana,
monja de fina estampa y verbo sutilísimo, deleitó a los enfervorizados
hermanos, a las desatadas hermanas, con un relato surrealista y molón donde los
hubiera, en el que se relataban los amores, no supo el cronista si imposibles,
pero desde luego incestuosos, que con el título de “Tipografías” desarrollaban
en el ordenador una letra Arial de cuerpo 12, “insinuante y desnuda, como a ti
te gustan” y el cursor, un tanto celoso de un ratón juguetón. ¿Hubo o no menage a trois? No se sabe muy bien.
Pero de tanto cachondeo electrónico, entre el cursor obseso, y las fuentes
insinuantes -“¡Que vaya cuerpos se le ponen a las letras en verano!”- , el
cuerpo 12 Arial se volvió cursiva… Y colorín colorado…
Dom Javierus de la Buena Mitra hízose
marítimo y sacó a colación un pez lúbrico de curiosa geometría e insinuante
recorrido, pues que navegaba “por el caudal de tus rodillas/ de volcán
diminuto, de negrura/ silencio de sangre acelerada /hundida al sur de los
espejos…”, en un poema que acababa así de bellamente:
”Guardo en mi espalda el mapa de tus
manos…”,
Pues lo poético de ningún modo está
reñido con lo erótico, pontificó la concurrencia con santa unanimidad.
Fray Franciscus Fenoy del Perpetuo Socorro, rebelde de natura
y no se sabe bien si sabiamente excomulgado, soltó una ristra de versos
hermosos, aunque posiblemente non santos, en el que su heterónimo Fabiano hacía
loor y encumbramiento de Venus lasciva y excitante y fiebres desatadas, en un
soneto de padre y muy señor mío que fue loado, aplaudido y escuchado por
segunda vez, al objeto de que la serpentina lujuria penetrase por oídos
antiguamente castos, y en ellos depositara sus ardientes huevos; que polvos
queremos, pues al polvo estamos abocados.
Y llegó sor Paloma: “Mi nido a sus
espasmos feliz era”; y hablo sor Ana del Orvallo Divino, galaica de dulzura y
de saudade, con algo muy de su tierra, un centollo donde “chupar la noche
erótica”, y así sea.Y el padre Federico, quien nos habló de “Un santo canalillo
por el que internarse como barco por el Canal de Suez”. Y sor Alma del Monte
Caramelo, quien afirmó la dificultad de escribir sobre el sexo, tanto en prosa
como en verso, y el hermano David de la Sagrada Honda, quien nos deleitó con un
fragmento de su novela en ciernes, que se desarrolla en el Hotel de las
Delicias, habitación 503, entre revolcones, fuegos imprevisibles y ascensores
que arden por la impaciencia que inspira el deseo.
Vinieron más, y más luego se fueron, que
todos estamos aquí de paso. Y más le hubiera gustado quedarse en el refectorio
a este cronista, que fue a la vez el abate fray León de la Santa Compaña, pero
el catarrazo que le acometía le obligó a retirarse a sus lares, dejando que
otra péñola mejor cortada que la suya continuase esta crónica. Inacabada, como
lo es siempre la azarosa vida para quien intuye su próximo fin y desea el
imposible de prolongarla un poco más.
Pero la Pelona nunca logra apagar la
fiebre de la vida, ni suspender la eterna resurrección de la carne, por los
siglos de los siglos, amén.
Nihil obstat.
6 de noviembre de 2013
2. Rematada Bitácora con final de Carne Resurrecta
por Javier Díaz Gil
Y aconteció, tras tu marcha, querido anciano abate fray León que sor Alma del Monte Caramelo visitando prácticas heterodoxas nos habló con pasión de la diosa Hochún, diosa africana de la ternura. De tal modo impactó nuestros espíritus que fue calificada de cósmica por sor Cinta Rosa de las Aparecidas.
El sabio y leído Fray Franciscus Fenoy del Perpetuo Socorro, rebasadas ya las Vísperas y a punto de cumplirse las Completas, dejó caer una pregunta: ¿cuál de los tres autores griegos clásicos prefería la docta reunión?, ¿Esquilo, Sófocles, Eurípides...?
Y aclara Fray Franciscus Fenoy del Perpetuo Socorro que el mundo de Esquilo es cósmico, el de Sófocles social y, por último, paseando su mirada por cada uno de nuestros rostros expectantes, afirmó "y Eurípides, doméstico".
Del refectorio en el que físicamente estábamos, sor Ana del Orvallo Divino nos trasladó a la Biblioteca con la imaginación. Trocando el muy noble ejercicio del monje que transcribe lenta y minuciosamente antiguos manuscritos por una presencia placentera y febril de una sor de 65 años acariciándose al amparo del silencio claustral mientras descubre en un incunable una tal postura de la rana.
Cunden las medias sonrisas y los murmullos sofocados de monjas y frailes, fray León que ya no disimulamos.
Sobre las campanadas de las Completas desiste de leer por ser extenso su texto sor Carmen Frontera de las Haberlas haylas. Aires galegos y caricias nos esperan para el futuro.
Es por último que lee y con viva voz, Fray León, la hermana María Jesús de la Carne Resurrecta: un texto que ella tilda de explícito y que habla de hembra violentada.
Con la indicación sutil del obispo Javierus, salen los hermanos y hermanas del refectorio de la abadía de San Ruiz de las Calzas Verdes. Hay como un murmullo de voces y de sonrisas que no se desdibujan de los labios. Se pierden monjes y monjas por los pasillos de la abadía y se pueblan las celdas. Nadie preguntará mañana, Fray León, si cada uno ocupó su lecho esta noche de octubre.
Javier Díaz Gil
11 de noviembre de 2013
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