El huérfano que perdió su rosa y ganó un puñal
Hace tiempo que vengo al bajel y sé a lo que vengo:
A que se me desplieguen las velas de la imaginación, a que mi pulso dirija el vuelo de las mariposas, a que me baje el colesterol de la tristeza.
De modo que siempre salgo del camarote de los Hermanos Ruiz mucho más rico de lo que entro.
Pero el último periplo superaría todas las expectativas.
Pues a pesar de lo que está cayendo, la briosa banda del Rascamán –nave veloz y marinera como pocas– realizó una de sus más enriquecedoras travesías, en el Mar de la Intranquilidad y en la calma chicha, arrebolada de tempestades, que precede al fin del mundo previsto por los mayas.
Quien esto escribe subió a bordo antes que nadie, para intentar leer un rato (perdón, un ratito y con minúscula) antes de que fuera llegando el resto de la piratería. Sin embargo, su deseo se vio felizmente frustrado por el abordaje de una de las dos palomas que nos traen mensajes del paraíso portando en el pico una rama de olivo. Y poco a poco, tras Paloma Hidalgo, fueron apareciendo los demás, según se va relatando en este cuaderno de bitácora de modo desordenado, montaraz y libertario:
Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad...
No me queda más remedio que empezar por lo más importante. El grumete Andrés París, huerfanillo parisino recién incorporado a la tripulación, mozalbete de bachillerato, con el aspecto recatado de quien parece no haber roto un plato en su vida, ni violado a monja alguna, nos mojó a todos la oreja, y de qué modo, con su maravilloso poema sobre Los Miserables. A él se debe el título de esta crónica, extraído de su poema, que ya conocemos, publicado en nuestro rinconcillo cibernético.
Porque hay que ver cómo escribe el imberbe, que no implume:
“Las mariposas de hierro afilan sus trompetas
bajo la atenta mirada de los fusiles descorazonados…”
Voy a proponer al boss que nombre a París vigía de sirenas desde la atalaya que sostiene el palo de mesana.
Y como soy el más veterano de cuantos acudimos aquella noche memorable, me arrogo el privilegio de nombrar a dicho grumete Caballero de los Mares del Sur, amén de Emisario de Rimbaud y Lugarteniente de Huidobro. Si no lo desbaratan los años, las envidias y las vanidades, mucho se oirá de él en los próximos tiempos, si es que hubieran próximos tiempos y los mayas no tuvieran razón.
(Espero que no la tengan, que la primavera está a la vuelta del equinoccio, y los arbolillos que veo desde mi ventana, ignorantes de presagios, han comenzado a verdear capullos).
Si he de hablar de mí, diré que solté dos sonetos (¡Qué le vamos a hacer!) en cuanto levamos anclas. Son antiguos, como uno mismo, y hablan de la terminación de los tiempos, precisamente:
“Suave temblor, hermosa desventura
de la hoja desprendida; zigzaguea
rubricando su muerte, cuando crea
una ilusión de vuelo, pero oscura…”
O este otro, que comienza así:
“Clamando por un vaso en el ocaso
que fuera por mitad vino y cicuta
dictaminó al final que toda ruta
en la amargura acaba de un fracaso…”
Más vale que soltemos primero las lágrimas y dejemos luego paso a la alegría; para que los nuevos tiempos comiencen han de acabarse los viejos, y en eso estamos.
La primera alegría llegó en la voz de Paloma, como no podía ser de otro modo, al contarnos un mini relato en el que, tras citar “universos perpendiculares”, se trata de un recién nacido cuyo cordón umbilical salva la vida de su hermano mayor, por uno de esos milagros de la genética.
Paloma es de las que deja que nos deslicemos por sus palabras, sin entender nada, hasta que la última nos abre de golpe las puertas de la percepción. Una maestra. Tiene un gancho con el que borda los abordajes como nadie, a golpe de certero trinquete.
No rielaba la luna en parte alguna, pues estaba el cielo encapotado y comenzó a soplar un Norte aterrador por los mares de Malasaña.
Pero aunque crujiera el maderamen del Rascamán, allí estábamos todos juntitos, tan calentitos, mientras la bucanera Copado, mujer que ama interminablemente, me daba para que leyera en voz alta uno de esos poemas suyos que combaten al otoño juntando a partes iguales el sexo y la ternura “y nada más…”. Chapó, María Antonia, cómo nos atraviesas y qué bien nos desnudas con las cavilaciones de tus sueños para mayores de dieciocho años. Larga es la noche, y a veces larga la travesía de la vida, pero nos acunan los poemas de la bucanera.
Javier, nuestro jefe, que tiene más de Peter Pan que de Capitán Garfio (le voy a regalar una campanita –no una Campanilla, que le tengo echado el ojo a una y me la reservo- una campanilla, digo, para cuando se desbande la banda de la bandera negra); Javier, repito, aprovechando un leve amaine de la tempestad, nos leyó un poema melancólico que suscitó comentarios favorables y algún pero de este servidor, pues es el capitán grandísimo poeta –especialmente desde que realizó su maravilloso periplo por el Japón y nos trajo soberbias perlas- y no debe bajar la guardia. Pero qué hallazgo soberbio ese suyo, cuando compara ojos femeninos con “dos peces en mitad de la noche…” ¡Chapeau!
Amparo, que sabe traducir los versos de la Pérfida Albión como nadie, nos llenó, ya que no las gargantas sí los oídos, con el más fogoso ron caribeño, y levantó la euforia de la manada tras verter su vena poética en el lustroso tonel de Góngora; ahí es nada su poema, encabezado por un metálico verso gongorino: “Infame turba de nocturnas aves”:
“El ojo negro del silencio en llamas…”
¿Y qué más decir? Que José María Herranz nos leyó un bello poema homófilo, con ciertos resabios villenenses muy bien colocados; que María Jesús Briones deleitó a la eufórica concurrencia con un gracioso entremés, el diálogo entre el conserje y un visitante a sitio oficial y nos partimos de la risa, y recordamos aquella frase memorable suya en la que se cita la sequedad de una vergüenza masculina tras haber sido exprimida, vaya usted a saber por quién y con qué lúbricas intenciones.
Que Alma y Ana, esas dos rehenes que capturamos de otros buques de menor arboladura, dejaron en el aire el aroma exquisito de la poesía más alta, un ejemplo del poemario de la primera “Las ciudades del agua”, y un poema de la segunda que transcurre en el metro, del que recuerdo “si tu olor es tan dulce, suponía que tu voz lo sería más…”
Otrosí digo, que nuestra última incorporación, el mexica Luis Alfonso, nos deleitó hasta las cachas con su Conversación con el Albañil, un relato digno de Juan Rulfo en el que se retrata espléndidamente el alma sufrida y explotada del pueblo azteca. Ahí no más, pos oigan: “Me petateo de hambre –dice el Albañil en su “Oración pa' muchos”- a puro frijol y masa…”
¡Órale, manito Luis, que esta es casa! Y vuelva a navegar con nosotros cuando quiera.
También diré que a nuestro estupendo Vicente le dio un algo (¿Tal vez un mareo, pese a lo bragado marinero que es?) y saltó de inmediato por la borda sin decir esta boca es mía.
Espero que no lo hayan devorado los tiburones.
Otros más estuvieron y dijeron, y bregaron y lucharon. Alberto, el vasco; la otra Ana de mis pecados, la gallega; Leo con su “Isla mía” y su lectura de León Felipe; Juan Antonio: “Dineros y amores, fuegos de artificio…” ¡Brava tripulación!
Pido perdón a todos, por mis olvidos, que flaca es la memoria del anciano y larga su melancolía.
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