MIERCOLES, 6 DE ABRIL DE 2011:
BITÁCORA DEL BITACORERO QUE NUNCA ESTUVO ALLÍ
(AUNQUE SU VOLUNTAD FUERA OTRA)
BITÁCORA DEL BITACORERO QUE NUNCA ESTUVO ALLÍ
(AUNQUE SU VOLUNTAD FUERA OTRA)
Salgo de trabajar. Esquivo a los transeúntes. Vuelo hacia el colegio. Es miércoles por tarde y en el Ruiz me espera la tertulia. Recojo al niño. Le doy un beso. Se lo entrego a su madre. Como rápido para ganarle tiempo al tiempo. La vida es una estrella fugaz que en su estela deja pocas oportunidades para el descanso. Y veo el sofá, al fondo: cinco minutos, me propone con sus labios hechos cojines, sólo cinco minutos para una reparación imposible. Y allí que voy. Y me siento. Y me quedo dormido. Entonces, en mi cabeza comienzan a desbrozarse los capítulos de un sueño que se inicia en un Café de nombre Ruiz. ¡Me suena!, me digo con esa seguridad incontrovertible que proporcionan los dejà vu. Y entro por la puerta. Atrás quedan los coches que pasan urgentes a la búsqueda del fuego que apagar. Dentro, sentados en torno a una mesa, encuentro a Javier, Rocío, Mª Antonia Copado y María Juristo en mitad de un tiempo que se ha detenido. ¿Cómo se habrán metido en mi sueño?, me pregunto. O, ¿acaso he sido yo -me corrijo- el que se ha metido en los suyos? Los cuatro se disponen a comentar el relato "La noche del fin del mundo", de Ray Bradbury, en el que la pareja protagonista afronta con indolencia insólita el cercano final del mundo, que se producirá durante la madrugada siguiente, y del que han tenido noticia gracias a un extraño sueño colectivo.
Vaya, sueños dentro de un sueño, medito, como hilera de muñecas rusas. Rápidamente renuncio a seguir pensando, y me pellizco. Y me uno a ellos. Empezamos hablando del final del relato: es lo que tienen los sueños, justifico, que desbaratan la lógica de los relojes hasta hacerlos girar en sentido contrario. En la sala los hay que defienden que el cuento de Bradbury no tiene final, otros que defienden que sí lo tiene, otros que creen que su final forma parte de un todo unitario, rompiendo con la linealidad temporal a que nos han acostumbrado las historias. En lo que sí coincidimos es en señalar que los hábitos y las rutinas, tan denostados normalmente, se erigen para estos personajes en tablas de salvación con las que aferrarse a la vida, boyas luminosas en medio del océano que les procuran una impresión de perdurabilidad y supervivencia: fregar los platos, cerrar los grifos... Sólo la cotidianeidad les permite continuar viviendo con algo de cordura frente al abismo que se abre a su lado; nada de desidia, nada de gritos en plena calle o de escándalos públicos. Sobre la mesa de Ruiz se discute acerca de la actitud de los protagonistas: miedo, incredulidad, pasividad, resignación... En el breve relato de Bradbury tiene cabida también el planteamiento de la culpa: ¿merecen (merecemos) lo que se les (nos) viene encima? ¿Qué han (hemos) hecho, o que no han (hemos) hecho, por evitarlo?. Sólo las hijas de los personajes principales, en su dulce ingnorancia infantil, en ese candor inmune a las tragedias, parecen desconocer el final que les espera (que nos espera...).
Lee ahora Mª Antonia Copado. Su relato se titula "Aberración" y narra el asesinato de una paloma ("allí estaba ella, oronda, gris, emitiendo un sonido aberrante...") con estas palabras textuales: "Levanté el bastón, lo acerqué a su cabeza enhiesta y presioné su cuello con deleite, diríase que con placer". ¡Casi puedo escuchar el chasquido! Mi duermevela se puebla de terribles palomas voladoras, ratas con alas, implacables depredadoras de gorriones. A continuación toma la palabra María Juristo para leernos un relato que tiene por título "El recuerdo", y en el que se describe la peripecia de un pequeño hombre transformado ya en asesino. No sé si es la voz cadenciosa de María o mis desvaríos de soñador o que he vuelto a quedarme profundamente dormido, pero su cuento me parece una hermosa nana cruel susurrada a mis oídos que se resisten y quieren seguir despiertos.
Tres nuevos personajes irrumpen en mi sueño: en el Ruiz me parece ver a Ana González, a Laura Nuño, a Carmen Fron. Como en una delirante fase REM, creo confundir realidad con inconsciencia. Pero las matrioskas recién llegadas se sientan junto a mí, y como personajes reales, piden sus consumiciones y se las beben. Los protagnistas de mi sueño se refieren a otro sueño verosímil con visos de poder cumplirse: un viaje de fin de semana a la onírica ciudad de Granada, allá por el mes de junio, donde otro personaje tantas veces soñado, de nombre Fernando, nos aguarda con los brazos abiertos. Otra vez, me repito, sueños dentro de un sueño, la eternidad de los espejos que se miran frente a frente pero no se rompen, pese a que la pulsera de Ana González los golpea con energía tras salir disparada de su muñeca, mientras ella explicaba gesticulante la majadería de aquel profesor que lanzaba tizas contra los alumnos que hablaban en clase. Pulsera y tizas se quedan cerca de escapar a los límites de mi sueño, pero por suerte, al final permanecen dentro.
Llega Vicente. Javier, Rocío, David y Ana González, por este orden, pasan-poema porque esta semana no han escrito. Hasta que le llega el turno a Carmen Fron. Carmen lee su relato titulado "Un final feliz para Gonzalo González", que cuenta la historia de un joven que abandona su vocación religiosa para entregarse al único placer solitario que conoce, al que se llega por la vía de la manipulación manual y unilateral. En su texto abundan las mujeres que temen quedarse embarazadas si se sumergen en el agua de una bañera en la que antes se ha desahogado un hombre, o si duermen la siesta a la sombra de un árbol bajo el cual algún hombre "se ha hecho una pera". ¿¡Una peeeraaaaa!?, corean al unísono los contertulios. Sí, una pera, explica Carmen, es el término que se utiliza en Orense para denominar al supremo acto del alivio individual, al agítese antes de usar de toda la vida. Al margen de especies de fruta autóctonas, replicamos los demás, ¿no habíamos quedado en que el fruto del pecado original era la manzana? Y, ¿qué decir entonces del plátano y sus fuertes connotaciones, esa necesidad que hay de pelarlo antes de degustar? El Ruiz, por momentos, se transfigura en frutería de mercadillo, y yo me quedo al borde de la polución nocturna.
Despierto, cuando el sueño estaba en lo mejor, como suele ocurrir en estos casos. Miro el reloj: las nueve en punto. ¡Dios mío, me he quedado dormido! Me deshago del sofá y de su beso mortal de cojines mullidos. Vuelo hasta el Metro, con la esperanza de que aún me quede tiempo. El vagón circula abarrotado de matrioskas orondas, onanistas, frutales, asesinas, sentadas en fila india. Entro al Ruiz. "Se acaban de ir", anuncia la camarera. Y me cuenta que allí se ha hablado del relato de Ray Bradbury, que han leido Mª Antonia, María Juristo y Carmen Fron, que los contertulios se han marchado acalorados, locuaces, sonrientes. Me falta poco para confesarle a la chica que me he enamorado perdidamente de ella. Sueño que todo es verdad. Y que aquel sueño real es un sueño colectivo. Muñecas dentro de otras muñecas que están dentro de otras muñecas, que están dentro de otras muñecas, como miércoles que están dentro de otros miércoles, que están dentro de otros miércoles, que están dentro de otros miércoles... Así, hasta el infinito. Y me despido hasta el próximo día. Y entonces empiezo a creer que ha llegado la hora de dormir.
David Lerma
10 de abril de 2011
1 comentario:
Hola Javier: ¿Quién es David Lerma?
Imagino que es contertulio del Ruiz, pero como ya sabes, estuve solo una vez y no tuve oportunidad de conocerlo. Quiero que lo felicites en mi nombre por su crónica del 6 de abril. Me ha parecido estupenda. Un abrazo. Cristina Cocca.
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