... mira que quiero yo a mis Rascamanes |
Yo también estuve al otro lado del zoom, en el Jerte, asintiendo a los versos de Carlos Ceballos, aunque me merendé su “finalmente” con mi descafeinado. Yo también he estado en Argentina con José Antonio disfrutando tanto o más el 10 de nuestra querida María Eugenia. Y también me pareció ver todas las campanitas que tiene Isabel en su casa antes de leernos los poemas que traía en un rollito de papel. Después, a todos quise contarles cómo se pude fundir una clase de danza contemporánea por los pasillos de una biblioteca llena de libros y personas, sin embargo, no lo conseguí demasiado.
Yo también estuve en el mercadeo de poemarios de versos. Y a hombros de Juan Calderón escapé hasta su pueblo y su primer trabajo, antes de beatificar “el pacto” de Raña. Después elegí el segundo poema de Chelo con su doble herida y sus palabras contundentes, hasta que de un brinco me subí en el sol sinestésico de Javier.
También yo, como todos, añoré el micro “tequiero” de Alberto, y en silencio vi como José María apagaba la luz y puso a los sueños a dormir. Después recordé lo mal que lo pasé con los tres cursos de estadística de mi carrera con la media de Ana, mientras apuntaba mentalmente las películas que recomendaban Juan Antonio y Cinta. Qué dulce escribe Carmen Padín, recuerdo que pensé también, y me acurruqué con su personaje por pequeños rincones, antes de hacer lo posible para que el arco iris de Cinta no saliera de casa y de que Mateo redujera a un puñadito de palabras una historia de amor.
De ese revoltijo estoy hecha ahora. De todo cuánto dijeron e hicieron, escribieron y después compartieron. Corren por mi piel, haciendo carreras, las palabras que me he traído a casa y el eco de las que hubiera quitado aún retumba en mis oídos como un estribillo que no logras quitarte de encima.
Como diría Mariana, mira que quiero yo a mis Rascamanes locos.
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