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domingo, 29 de enero de 2017

15ª Jornada/X año: Miércoles, 25 de enero de 2017


La palabra otra vez como refugio


El invierno ofrece a menudo rasgaduras en su manto de nívea desolación. La literatura constituye uno de esos refugios formados a la sombra del frío y, al contrario que el amor, no desarrolla espinas, como los erizos de aquella famosa parábola de Schopenhauer. Es complicidad, amistad, lo que se percibe a mi alrededor, en el sótano de la madrileña Cafetería Santander, lugar de reunión de la tertulia Rascamán, que coordina el poeta Javier Díaz Gil. 

La literatura sabe mejor aderezada con unos deliciosos bollitos de coco y chocolate, incluso para constituir el telón de fondo de un poema en el que el violín se convierte en símbolo corpóreo de la soledad. La soledad: el embrujo que envenena una serie de haikus que todos tratamos de interpretar a nuestra manera, porque, como dijeron Eco y los teóricos de la recepción, una misma obra puede acoplarse a un número variado de interpretaciones en función de sus lectores. De lectores y bibliotecas, de la palabra escrita como refugio del olvido, habla un emotivo relato por el que pasea el recuerdo de María Moliner. Fue Juan Goytisolo quien nos instó a no obsesionarnos con la idea de la interpretación al enfrentarnos a un texto literario, quien quiso pedirnos una oportunidad para el misterio. Como el misterio que representan los guantes perdidos, desparejados para siempre, que una voz sabia quiso emparejar con la literatura esta tarde de enero, la misma que vagaba en una habitación donde los cuerpos muertos de las mariposas aullaban. También aúllan los cuerpos que van a morir en una guerra, frente al pabellón de fusilamiento, aunque entonces pueda ocurrir, de forma cruel y cierta, que el arte pictórico se eleve a una dimensión sagrada, casi cósmica, y seamos capaces de comprenderlo. En otras ocasiones el arte visual, como el de Escher, engendra la inspiración para unos versos en los que los espiráculos de los cetáceos pueden jugar al ajedrez y los finales se subordinan a los espacios blancos. Otros finales nacen al borde de una cama, tras el divino aviso de un reloj despertador que radiografía al amor –y al desamor-. Amor en los ojos de un niño que quisiera haber sonreído pero dormía en un canasto de juncos, condenado a olvidar. Igual que un antiguo agente inmobiliario olvida sus crímenes si con ellos puede pagar la matrícula de la universidad para sus hijas. Incluso los dramas tienen una dimensión cómica y alocada –que se lo digan, si no, a Jardiel- cuando una bofetada es la causante de una parada cardiovascular y el reencuentro del amor fraternal. Una paradoja similar a la de que un teléfono móvil, el culmen tecnológico de la comunicación, acentúe los abismos generacionales a los que se enfrentan las relaciones sentimentales. Abismos que, sin embargo, nunca serán comparables a la oscuridad que aísla la presencia de realidades tan constantes en nuestro ahora como la anorexia o la bulimia. 

Sí; el invierno tiene a menudo rasgaduras. La luz no nos engaña, pero sí la palabra, que es hoguera y sueño, mundo y refugio. En la tertulia Rascamán lo saben bien, y hoy me lo han vuelto a enseñar.


Marina Casado
25 de enero de 2017

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