ENTRE CEREZAS
Dime esos nombres a los que nunca traicionarías
(Alberto Torres)
Antes que Carlos llegase con una caja de cerezas, Fede, el aprendiz de bitacorero, se encontró con Javier en la calle; ambos tenían una cita en el Café Ruiz con Paloma, recién llegada de Moscú, donde había estado una semana compartiendo Picas y algo más que vodka. Lo que pasó es que Paloma tenía a la misma hora clase de francés con Aure, con lo que Fede, un poco tapia y duro de oído, se incorporó a ellos e intentó seguir la conversación con lentos movimientos de cabeza, negando y asintiendo a la vez. Pasaron diez minutos, hasta que el aprendiz se dio cuenta de que el idioma empleado era el mismo que se hablaba más allá de los Pirineos. Sin embargo, Paloma le restó importancia, y sacó unos caramelos rusos: “Kopobka”, que eran como nuestros Huesitos, pero en pequeño formato. Afortunadamente, ella lo dijo en un español perfecto. Buenísimos que estaban. Cuando Fede lo apuntaba en su manual de nombres (quizá pensó que podía ser un nombre ruso), llegó Alberto de improviso, el cual no había quedado con Paloma, sino con Celia, pero le apetecía antes un café y apareció con mochila a cuestas en el lugar donde estábamos; nos encontró hablando de viajes. Fede le preguntó si era torero. Afortunadamente, Alberto le corrigió: bitacorero, aún sólo bitacorero.
Decía antes que el vodka era tema de conversación, pues Paloma, en su viaje, se encargó de probar todos los tipos habidos y por haber en Rusia. Precisamente, Fede, recién llegado de México D.F., se había descargado en su casa –según me contó- media botella de tequila Reposado y mezcal de agave. Mientras, León apareció en el Café con su portátil y visiblemente más delgado (por lo menos, así se lo hizo saber Paloma), el cual había quedado con Ana, pero esta aún no había llegado. Se acomodó entre las sillas y pidió de beber. En suma, el Café era un ir y venir de nombres como si fuera el café de Doña Rosa en La Colmena.
León tenía señales de estar contento y alegrarnos la tarde con una clase de Mitología magistral. Y así fue. Yusuf Ased Albacití –como a él le gusta llamarse- habló del Sol y de la Luna, que eran los ojos del Dios Horus, básicos de la vida humana. También habló de Zeus o Júpiter, de los dioses egipcios, del monoteísmo judeo-cristiano… todo un ensayo fabuloso que mereció el aplauso de los que allí se congregaban. Pero Fede, que recitó un poema recién hecho, hablaba de “soy un eunuco bajo la luz de los eclipses”. Por él hubo sonrisas y silencios.
La cosa siguió en lo alto, pues Aure, después del idioma galo y su plática con Paloma, recitó un soberbio “Te contaré las nubes”. Paloma, que es pintora y escultora, además de madre de tres niños, se manejó bien el lenguaje con Aure, practicaba el francés con un acento increíble, además de la lengua de los abanicos. Sin embargo, no supimos lo que se decían con tanto aire. Javier, hasta ahora en un segundo plano, presentó a la recién llegada Celia a Paloma; “encantada”-dijo esta, y algo no terminó de cuajar… Ana, la que había quedado con León, se presentó con ganas de beberse el mundo, también con un abanico inmenso, precioso. Como los vientos del Sahara, el bora o el lebeche, Pablo los recogió como si se le fuese la vida en ello; pareció llegar con el Siroco dentro, pues quería verse con León y hablar de la diosa de los vientos y de las aguas en la mitología finlandesa. Recién llegado de Tánger (escuché que pasa temporadas allí) Pablo nos deleitó con su “Mareamor”, y también con un nervioso y súbito poema sobre la crisis global, todo ello en alejandrinos. Casi nada. Desde antes, en el ambiente flotaba un ambiente extraño, pues Vicente, que nos leyó luego algo de la revista “El bombín cuadrado”, en la que escribe, hablaba de culturismo y de no sé qué vitaminas para los brazos, y también de testículos (esto venía por el poema de Fede) toda una serie de esdrújulos que realmente nos hizo reír.
Fue entonces cuando Carlos, recién llegado de su finca del valle del Jerte, hizo su aparición: nos regaló una caja de cerezas. No eran unas cerezas cualquiera, eran de un color inusual. Aunque rojas y brillantes, aquello era un color nuevo, una tonalidad diferente. Generoso, puso la caja sobre la mesa y dispensó unos platos para que pudiéramos saborearlas, entre todas las mesas juntas que apenas cabían. Para entonces, ya charlábamos con ruido, y aquella tertulia era un guateque de poetas, un auténtico guateque con desenlace ignorado. Y comenzamos a probar las cerezas… ¿A qué sabían las cerezas? Es cierto que estaban buenísimas, pero no podíamos parar de comer, de reír, de gesticular… Fue precisamente en ese ictus, cuando Paloma (que sabía lo que era el color y que nos debía una clase magistral sobre sus distintos tipos) nos deleitó con sus micro relatos y con “La mujer de su vida”. Puro nervio. Puro amor.
Javier, que había quedado con Paloma, pero que en realidad, también quería verse con Carmen, recitó “Mis amigos”, todo sensible y hablando maravillas de los poetas, de la poesía, que es “cintura (roja) para esquivar el dolor”. Carmen, con vestido estampado, bolso a juego y carpeta llena de versos, había quedado con alguien cuyo nombre no recuerdo ahora, pero lo cierto es que la vimos alegre, con su sonrisa calmada y su collar de misterio: al final, alargó su mano hacia el plato donde se conjugaba, como en una parodia, el hueso con la fruta.
Algo parecido debió pensar Alberto, cuando de súbito nos recitó su poema: “Te quiero esencial”, lleno de fuerza y con el corazón inquieto: “Dime esos nombres a los que nunca traicionarías” o “quiero tu alma en una bandeja”. Nada menos que en una bandeja. ¿Pero, a qué sabían las cerezas? Supe que algo estaba ocurriendo, pues Vicente (¿o se llamaba Federico Trillo?) habló de “5 mg de haloperidol tres veces al día” o de algún nombre parecido, de una sustancia a la que Ana, la del abanico, estaba acostumbrada a escuchar, pues replicó a Vicente que eso era medicina para los vejetes cuando se les tiene que dormir en un sanatorio. El mismo Vicente también habló sobre la bipolaridad y la esquizofrenia, unos temas, por cierto, de un rojo frenesí, y de Santa Teresa, que era epiléptica. Ana, en ese preciso momento, aprovechó para leer “Fruta robada”, un original poema sobre un hurto más allá del río Miño. Fede le preguntó si era un poema erótico, y ella, despechada, lo negó, aunque después dijo: “es que estoy excitada con las cerezas”. Y aún dijo más, casi en diálogo morse: “¡pues tú has hablado de los eunucos!”… Celia, al acecho, miró hacia otro lado, como si en el ambiente se detuviera un cierto gas de la risa…
Al final, Carmen leyó un relato corto sobre un mandarín y una cortesana, cuando ya los platos estuvieron vacíos, o mejor, llenísimos con huesos, es decir, con la cereza desnuda. Carlos habló de las órbitas elípticas y de los amigos de Mob, palabra por cierto que puede significar acoso. Y todos estábamos allí sobrecogidos, con la voz quebrada, saboreando las últimas, las esenciales y redondas cerezas… Algo se volvió tragedia y dolor en ese instante, epílogo sin remedio, porque Paloma Sánchez -la otra Paloma- recitó “escribir un drama es más fácil que la risa” y “en el nombre de nadie, por los siglos de los siglos. Amén”.
(No sé qué pudo pensar el aprendiz de bitacorero, si se marchó con un buen sabor de boca, o si intuyó que aquello no hizo más que empezar. Creo que se quedó con una buena impresión. Un día después quedé con él y no le quise preguntar, pero me regaló su catálogo, su sencillo manual de nombres. En él, estaban recogidos todos aquellos que aquella tarde tuvieron una cita en el Ruiz).
10 de junio de 2012
1 comentario:
Gracias Fede.
Un abrazo.
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