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sábado, 5 de julio de 2008

38ª Jornada: Miércoles, 2 de julio de 2008

Juan Rulfo (México, 1918-1986).
"Diles que no me maten. El llano en llamas"



El sol concede una tregua a los mortales derretidos bajo el azote del verano. Llego al Café Galdós una tarde de miércoles más con la congoja de saber que restan sólo dos, dos bitácoras de las que tengo la suerte de hacer una, que será la penúltima. Enseguida compruebo que Liber no está y esa ausencia no hace sino crecer en mí la nostalgia; de repente, la vida se me parece demasiado a una de esas canciones tristes, cargadas de ironía y belleza, de Leonard Cohen. Pero en la mesa de las letras esperan ya Elena y Vicente, y sus saludos producen en mí el mismo efecto sanador de dos copas de champán. A continuación llegan Sagrario, Javier y Rocío. Entonces, noto que la felicidad se me sube a la cabeza como la espuma, y por unos minutos, me olvido de que son sólo dos las tardes de miércoles que quedan por saborearse. Gracias a todos por la embriaguez, me digo. Y por el olvido.

Nos ponemos manos a la obra. Pasamos a comentar el relato de Juan Rulfo “¡Diles que no me maten!”, contenido en su libro de relatos “El llano en llamas”. En él, Rulfo narra las angustiosas últimas horas de Juvencio Nava, antes de ser ajusticiado por orden de uno de los h
ijos de su víctima, convertido en coronel y adulto, en pago al crimen que cometió treinta y cinco años atrás. En la mesa se discute si la ejecución esconde un acto de venganza o de justicia. Se destaca el carácter simbólico de la Milpa, ese trozo fértil que se habilita en mitad de un entorno salvaje como es la selva, todo un ejemplo de metáfora de situación. Se señala la coincidencia de las muertes y los períodos de sequía, el recurso a la Providencia del personaje principal, la caída de la noche en la parte final del relato, como circunstancias que subrayan el carácter ancestral y atávico del argumento, la comunión no casual entre sus personajes, la tierra y el agua, el día y la noche, y la vida y la muerte. Se coincide en el acierto del autor al reconstruir personajes cuyos actos de maldad y piedad suscitan en el lector odio y compasión a partes iguales. Se detectan a lo largo del texto alusiones constantes a la caridad, la resignación, la culpa, el castigo, el pecado, lo que quizás entronque la historia con una base de principios cristianos. Se analiza el uso del recurso llamado analepsis concéntricas, mediante el cual Rulfo introduce, dentro del tiempo presente, pequeños espacios narrativos en los que refiere acontecimientos ocurridos en el pasado. Se pregunta qué fue lo que conmovería tanto a José Hierro cuando leyó “¡Diles que no me maten!”, y se coincide en responder que bien pudo ser que el poeta viera en la peripecia de Juvencio un reflejo de su propia experiencia personal y familiar. De pronto, vuelan hasta mi mente unas simples pero inteligentes palabras dictadas por aquel canalla que engrosó la historia universal de la infamia, llamado Lucky Luciano. Dijo: “En este mundo lo único importante es no ser jamás el muerto”. Desde luego, reflexiono, visto lo visto, no le faltaba razón al mafioso.

Una tormenta de melodías procedentes de varios teléfonos móviles nos devuelve a la Tierra. Cerramos capítulo. El siguiente anuncia un nuevo poema de Javier a resultas de una nueva foto de Azucena, en la que se la puede ver de espaldas, con su cabellera rizada y sus hombros desnudos. De este matrimonio cultural sólo podían salir vástagos tan hermosos como el siguiente: “Hubo un tiempo de cielos azules \ de flores amarillas y hambre \ en la yema de los dedos”. Los versos de Javier me hacen pensar que hubo ese tiempo. Lo hubo, es cierto, y la esperanza que ha de guiarnos, me digo a mí mismo, es la de creer que volverá. Aunque soplen vientos que anuncien malos presagios. Gracias a Javier por el poema, susurro en silencio, y a Azucena por la foto. Pero gracias, sobre todo, por la esperanza.

Observo que en la mesa vecina una pareja se devuelve docenas de besos entre mojito y mojito, ajenos a todo. A
l lado, un tipo teclea un ordenador portátil mientras la claridad antracita de la pantalla le baña la cara con la luz del deber laboral. Me llama poderosamente la atención esa yuxtaposición de obligación y de devoción. En el Galdós irrumpe una manada de individuos vestidos con traje y corbata, que exigen ginebra, emiten risotadas y dialogan a voces. Ni siquiera los sordos hablan tan alto, rezongo. Yo rememoro de súbito, no sé por qué, un artículo leído días antes, escrito por Laura Restrepo, en el que, en estos tiempos de confusión caníbal en los que nos dedicamos a comernos los unos a los otros, la autora colombiana afirma su simpatía hacia las personas que, inspirados por el respeto al prójimo, calman su tendencia antropófaga devorando las uñas de sus propios dedos. En ese momento, resuelvo renunciar al objetivo eternamente perseguido de dejar de morderme las uñas, que sería, como asegura la psiquiatría, la vía más rápida de abandonar la infancia, y me entrego a un banquete sin tregua y a mi infantilismo crónico sin resto alguno de mala conciencia. Me conjuro para no acabar como esos sujetos que entienden todo, nunca escriben y no tienen miedo a nada. Contengo mi grito de guerra: ¡Viva Peter Pan!

Entre aullido y aullido Rocío lee su relato. Se titula “Se llamó su nombre Babel” y se inicia con una cita extraída de la Biblia. En él, Rocío nos cuenta la curiosa reunión de vecinos celebrada entre los tres propietarios de una finca urbana, el poeta, el cuentista y el novelista, cuyo único punto en el orden del día consistirá en ponerse de acuerdo. Javier apunta la posibilidad de añadir un cuarto personaje, un dramaturgo con ínfulas de administrador de fincas, quien oficiaría de autor del acta levantada. De este modo, los tres vecinos pasarían a ser los tres personajes principales de su obra. A todos nos parece una idea brillante. No es la primera de Javier. Ni será la última. En la mesa se abre un debate en torno a los corsés perdidos por la poesía contemporánea. La conversación me recuerda la queja del protagonista de “Luces de Bohemia”, de Valle-Inclán: “Soy poeta y al menos tengo derecho al alfabeto”. Tampoco son escasos los corsés perdidos por la novela decimonónica, convenimos. Alguien se cuestiona con desánimo cuántos sms serán precisos en el futuro para elaborar una novela. Lee Elena su poema, que se abre con una cita del Libro de Job, y el desánimo general mengua como un bloque de hielo bajo el sol de justicia de agosto. Después de cambiar algún epíteto de sitio, queda aquí constancia parcial de la maravilla que, para ser el penúltimo día de taller, parece sonar premonitoria: “Queda la piel de septiembre / con sus diferentes venas / sobresaliendo como los juncos del agua. / Quedan nuestras risas / sea cual sea el fruto efímero.” Antes del fin se dejan puestos los deberes del próximo día. Para los poetas, una creación que contenga referencias a la música brasileña o la música árabe. Para los narradores, la fuente de inspiraci
ón en dos frases: Los miércoles no nos besábamos, y Me como las uñas por no comerte a ti.

La tarde de miércoles se acaba. Como Juvencio Nava, el protagonista de “¡Diles que no me maten!”, a quien la cercanía de la muerte la hacía aferrarse a la vida, la cercanía del último miércoles en el Café Galdós hace que aprecie todavía más sus tertulias. ¿Quién llenará nuestra mesa cuando nosotros no estemos?, me pregunto. ¿Quién pedirá por favor a Lady Noise cervezas, cafés, poleos y donuts con agujero? Seguramente otros, me contesto, pero no nosotros. De camino al hogar en mi cabeza sólo resuenan palabras de agradecimiento dirigidas a mis compañeros por los buenos ratos que me han hecho pasar durante el invierno, y que resumo ahora en los únicos versos que pronunció con sinceridad el falsario personaje de Zorrila, don Juan Tenorio: “porque me siento a vuestros pies \ capaz aún de la virtud”

Cuando mi hijo sea mayor y yo un viejo con reuma, le hablaré de aquellas maravillosas tardes de los miércoles en el Café Galdós.

Gracias y hasta siempre.

David Lerma Martínez
5 de julio de 2008

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