MEJOR SER MOSCA QUE LIBÉLULA
Hay gente que piensa que alguien como yo, una mosca común de esas que tienen tres pares de patas y alitas traslúcidas, somos menos importantes que las cretinas de las libélulas. Hay gente que también piensa que las moscas no podemos ser objeto inspirador de poesía, excepto para Machado, y que lo nuestro se limita a sobrevolar excrementos de todo tipo mientras que las cursis de las libélulas lo hacen sobre arroyos idílicos de aguas cristalinas. Pues sepan ustedes que eso no es cierto del todo, y que yo, mosca común, reivindico mi derecho a la inteligencia, a aprovechar cada día de mi vida y a escuchar ópera. Y es precisamente de un intento de escuchar ópera, de lo que quiero hablar.
Andaba yo revoloteando por la plaza de Isabel II, cerca del Teatro Real de Madrid, pensando que esa tarde podía dedicarla a tenores y sopranos, cuando me di cuenta de que no había función. Eso que para cualquier otro amante de la ópera es un despiste sin más, para mí, mosca que solo tiene la esperanza de vida de un par de semanas, constituía un despropósito absoluto.
Pensando qué hacer, si dedicarme a sobrevolar escotes de turistas francesas o posarme como mosca jodida en las alopecias de los calvos, la casualidad me llevó a pasar por la puerta de un local llamado Fígaro. Para una mosca como yo amante de la ópera no podía haber nombre más sugerente, así que volé adentro. Y en el lugar dónde había pensado encontrarme con tenores, sopranos y coros, me topé con una caterva de escritores apiñados alrededor de una mesa dispuestos a leer sus obras. Me despertó la curiosidad y me posé tranquila sobre un cuadro lleno de hojas secas.
La primera persona que leyó en aquel aquelarre fue una tal Cinta. Dijo que las siluetas aceleraban el paso y que las luces de las farolas llenaban de pupilas la penumbra de la calle. Frases que me gustaron porque ser pura lírica. Luego lo hizo una tal Rocío anunciando que las madres no entendían de superhéroes y que hasta los metían en lavadoras con suavizante. También me gustó e incluso me froté las patitas traseras mostrando mi regocijo. El momento más delicado llegó cuando un tal Calderón, hombre de aspecto docto y sabio, sacó a relucir a las libélulas, puntualizando que eran de acero y que penetraban en la mente con delicadeza. No sé porque será, pero siempre hay libélulas donde hay poetas, gran fatalidad, por lo que aprovecho a decir que aun siendo de acero no hay libélula buena y que es mejor ser mosca que libélula. Luego hablo un tal Raña. Juro que al oír su nombre me asusté, ya que Raña se parece a araña, y no hay insecto que odiemos más las moscas que las arañas, esas hijas de puta que se pasan el día tejiendo redes pringosas para cazar a sus víctimas. El tal Raña, hombre grande en todo y locuaz inigualable, estuvo a punto de emocionarse al pronunciar las palabras: “Cuando niño era mi nombre”, y luego casi llora al mencionar a Aureliano. Yo no lloré porque las moscas no lloramos, pero moví las dos patitas delanteras en señal de aplauso. Y como se había abierto la cajita de las emociones, habló un tal Jose Antonio asegurando que hay palabras que traen resaca y palabras de colores. Luego habló un tal Carlos Ceballos que no estaba allí y apareció por pantalla, para mencionar a la primavera, pero a una primavera diferente, para ser exactos en la renuncia reflejada en los ojos de la primavera. Y aunque no entendí bien el significado debo decir que me gustó porque me vi revoloteando los meses de marzo a junio, algo imposible para mi condición de mosca, que como ya he dicho lo más que vivimos son dos semanas. Un tal Javier, hombre de barbita y voz tranquila, empezó a decir números dentro de versos y versos que llevaban números, y habló de mil grullas de papel, lo que me llegó a preguntar si las grullas comen moscas. Seguramente que no, como tampoco las grullas eligen ponerse disfraces de hombres invisibles ni perchas que se convierten en garfios, según un tal Alberto en garfios saca-ojos. Hubo a quién le gustó esa historia, hubo a quién no, pero de lo que estaba seguro el tal Alberto es de que todo el mundo se acordaría de ella, lo cual tenía su mérito. Más dulce fue una tal Carme Padín, que también salió por pantalla y que habló de un piano abandonado y de un teniente que tocaba la trompeta mientras el piano callaba. Y volarán las esporas, dijo. Y yo me sentí una espora más al escuchar la voz preciosa de esta mujer. Manrique me llevó al recuerdo de una pensión en la que quizá yo había estado, una de la calle Atocha, donde había una patrona que tenía una alianza embutida en un dedo igual que si fuera un corsé. Luego invitaron a hablar a una tal Chelo, a la que alguien cariñosamente llamó Consuelo, y ella dijo que no leía porque prefería abanicarse, y lo dijo sin saber que a las moscas lo del abanico no nos gusta nada porque a veces se convierten en arma letal. Cerró la ronda una señora a la que llamaron Anagonz que aseguró que papá se ponía disfraces antes de irse a la cama, en una historia que empezaba muy bien y que continuó de un modo distinto al que todos esperaban.
No quedaba nadie por leer ni por hablar, ni siquiera una tal Omega que había estado parte de la tarde y que se fue antes porque estaba malita, por lo que la caterva de escritores empezó a recoger los restos de su aquelarre literario y a desaparecer dejando el local vacío. Solo un tal Jesús se quedó detrás de la barra, escuchando su música y esperando a que otra gente entrara al mundo de su Fígaro particular.
Yo me acurruqué sobre otro de los cuadros de hojas para esperar tranquila a ver si había día siguiente, porque para una mosca nunca se sabe cuándo va a ser el último día. Hoy estás tan tranquila, escuchando palabras de escritores y mañana amaneces con las patas hacia arriba esperando que alguna puta araña te lleve a su escondite para devorarte. Aun así, repito, es mejor ser mosca que libélula.
Alberto Ramos
22 de mayo de 2025