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sábado, 26 de abril de 2025

26ª Jornada/XVIII año: Miércoles, 23 de abril de 2025

 

Bitácora del 23 de abril, Día del Libro.



Esta vez, aterrizamos en una mesa donde además de bebidas, había libros, bolígrafos y gafas. Mientras nos desenvolvían todos preguntaban. “¡Paloma! ¿y esto?” “¡Es que voy a ser abuela!”, contestaba ufana la señora morena que nos había traído a paso tan alegre que llegamos alborotadas, y casi despeinadas de haber tenido pelo, hasta aquella sala que, desde luego, una casa de una familia cualquiera no era. ¿Sería eso que llaman bares? No quedaba mucho para descubrirlo. Lo importante es que recién desvelada la primera incógnita, los humanos empezaron que si enhorabuena, que si estarás contenta, que si es niño o niña… Supongo que lo que pasa en cualquier celebración, y digo lo supongo porque claro vivimos solo una, y esa era la mía. Por fin lo sabía. Mejor dicho, lo sabíamos. Porque compitiendo con las voces de los humanos estaban las nuestras: “¡Nos tocó la celebración de un humanito!” “Sííí, eso parece, por fin lo sabemos” “Pero, entonces, los demás ¿quiénes son? ¿Y qué hacen aquí? Se saludan, se besan y se sientan todos como en círculo diciendo en qué orden han llegado… “No son parientes, seguro, los parientes no andan diciendo yo llegué después de éste o de aquel.” “¿¡Y tú qué sabes!?” “¿Cómo lo voy a saber? Pero, vamos, está claro…” “Tú te crees muy lista…” “Perdona, no me lo creo, lo soy. O ¿Vosotras creéis que en una familia hay uno apuntando el orden de llegada de los demás?”


Todo eran conjeturas sobrevolándonos, mientras algunas comenzaban a despedirse, encaramadas a los dedos de esos humanos, camino de su boca. “Adiós, amigas, fui feliz junto a vosotras, me ha gustado acabar en este lugar tan colorido donde todos parecen estar contentos…”


Recién hechas, podríamos ser rubias y elegantes, pero en realidad eramos unas apetitosas tejas de almendra y mantequilla que, no es por nada, pero estamos para que se chupen los dedos los humanos. O eso dicen... Cuando todavía estamos en el mostrador esperando a que nos elijan, nos encanta fabular con el lugar donde terminaremos nuestros días. Casi siempre es un convite. Desde que somos un gramo de harina se nos enseña que nuestro fin está ligado al disfrute de esos seres, que se dicen humanos, pero que, sin embargo, nos matan a mordiscos. Paradójicamente, qué inocentes, a nosotras nos divierte fantasear inventando motivos para su reunión y apostando hasta dónde llegaremos en nuestra travesía vital. Lo cierto es que después nos encantaría poder volver y contárselo a las demás como aquel Ulises. Pero… nos tenemos que conformar con vivirlo. Sobran explicaciones. 


La emoción de nuestra puesta de largo en el mundo de los humanos es inolvidable. Vemos entrar a alguien en la pastelería y ya nos ponemos nerviosas: ¿Seremos nosotras las elegidas? Y crujimos de los puros nervios, desprendiendo ese dulce aroma que tenemos. Y cuando ya vemos que las pinzas se acercan, ni te imaginas qué emoción ¡Nos vamos, nos vamos! Le decimos al papel con el que nos envuelven que, normalmente, está tan ansioso por saber dónde acabará como nosotras mismas… Hay tejas y papeles que empezaron así charlando a lo tonto, a lo tonto, y terminaron incluso enamorándose en el camino al lugar a donde los llevaban. Claro ahí tan ataditos ¿qué quieres? Y estos viajes son tan intensos… Cuentan que algunos hasta acabaron juntitos en mismo cubo de basura y nunca más se supo de ellos. ¿Quién sabe cuánto duró su amor? 


Pero me voy de nuestra historia, porque en aquella ocasión no parecía que hubiéramos caído en una casa ni una familia al uso, nunca habíamos salido de la pastelería, pero por el boca a boca, y nunca mejor dicho, alguna información del exterior nos llegaba.  En aquel lugar el humano llamado Javier Díaz apuntaba cuando llegaban hasta que dijo en plan solemne: “Nos quedan pocos miércoles…” Y claro nosotras nos miramos perplejas, porque se supone que a las que nos quedaba poco tiempo era a servidoras ¿Pero a los humanos? “Ay, ¿dónde habremos caído?” Y siguió diciendo: “El día 7 tenemos la colgadura…” “¡¿Quieren acabar con su vida?! ¡¿Colgándose?!” fue la última pregunta que hizo una de nosotras antes de perderse entre los dientes de aquel que llamaban José María Garrido que acababa de pasarle un papel a la que nos había traído a morir allí entre aquellos extraños humanos ¿suicidas? 


La que iba a ser abuela, que nos trajo al trote, pidió unas gafas para leer lo que llevaba escrito el papel del que había acabado con Rosita, la teja. Y otra humana, que llamaban Rocío, sacó unos cristalitos del bolso y se los pasó mientras daba buena cuenta de Maite, otra de las nuestras, que se ofreció en sacrificio de las primeras porque se moría por ver qué llevan las humanas en esos bolsos tan grandes, además de las gafas. Y mientras la humana decía ¡qué ricas, Paloma! murió la teja Maite de curiosidad, como el gato.  


Las hermanas tejas iban cayendo, entre frases de admiración, dentro de las bocas de aquellos que no hacían más que sacar palabras de los bolsillos, los bolsos, móviles y pantallas diversas, palabras que después leían en voz alta a los compañeros según el orden que había apuntado minuciosamente el tal Javier. El humano llamado José Antonio Carmona trajo un librito para que lo vieran los demás, donde todos habían escrito sobre otro ser humano al que recordaban con cariño, un tal Aure. Y después les leyó un poema sobre una Matilde que todos parecían conocer bien. Ahí fue cuando nuestra hermana Matilde, la teja mártir, se ofreció para morir triturada entre versos que hablaban de una tocaya. “¡Ay! ¡Qué bonito terminar entre versos de amor!” dijo otra de nosotras. “No era muy de amor, que era de denuncia social, pero si eso quieres pues ya sabes, ofrécete al próximo que quiera leer un poema” le dije yo que no tenía ninguna intención de morir y menos tan pronto, con lo que me quedaba por ver en aquel extraño lugar. 


La que nos trajo le dijo a otra llamada Ana Gonz que volviera a leer y no tan rápido. “Pobre teja la que estaba en su boca, su agonía aún duró un poco más hasta que pudo tragársela, ocupada en tanto leer versos”, dijo una compañera cercana. “Mira, pero así ha escuchado el poema dos veces”, dijo otra, “aquí parece ser que eso se valora mucho…” “Pues entonces menos mal que no le tocó acabar en la boca de uno de los que leen relatos, porque si tienen que masticarla todo el rato mientras lo leen dos veces…”. “Pue sí, no hay mal que por bien no venga, entonces…” concluyó la primera teja. 


Yo no tenía ni idea de qué clase de grupo era aquel en el que habíamos ido a caer, pero observé que de alguna manera también se convidaban a palabras, las saboreaban su buen ratito, y hasta que las tragaban ¡anda que no daban vueltas a algunas! A algunas compañeras les dio tiempo, incluso, a hacer amistad con algunos de esos vocablos mientras compartían una boca. Otra señora que se llamaba Tina leyó un poema de libélulas, pues ¡oye! era como si todo el cielo se llenara de ellas. Y de pronto estábamos en Japón, ¡En Japón! Con un poema que leyó el tal Javier, el que seguía insistiendo en que se colgarán no sé qué día. ¡Hay que ver! Y, lo peor es que los demás apuntaban día y hora sin rechistar. Estaban abducidos por aquel de la campanilla. También, ese fue quién mandó, a la que se llamaba Rocío, la que prestaba sus gafas, para que leyera de un librito de papel que andaba por la mesa, muy cerca de nosotras. Por eso pude ver que había un señor con gafas muy sonriente en la portada. 


Las compañeras iban cayendo en aquel aquelarre de palabras y tejas. Unas se despidieron entre versos y otras entre los renglones de las historias que contaban. Una humana llamada María traía sus poemas enrolladitos en un papel y escritos con lápiz. Y otro, Alberto creo que se llamaba, le dijo que era muy triste, que no era una crítica, solo una observación. Y ésta le leyó otro poema más. Él, en cambio, nos leyó un capítulo de su libro donde ¡de pronto! otra vez atacaban Pearl Harbour. Allí estábamos tan entretenidas, tan pronto viajábamos, cómo repasábamos historia, cómo… Jo. Cada vez tenía menos ganas de que me tocara el turno de morir. Estaba en la gloria con aquella especie de “secta literaria”. Así que cuando alguien estiraba la mano yo me encogía mucho, mucho, hacia cualquier rinconcito de la bandeja para que nadie me pillara. Me iba salvando a duras penas. Pero, menos mal, porque así me dio tiempo a escuchar unos poemas cantarines para humanitos que llevó una humana, llamada Cinta. Y luego ¡hasta jugamos! Porque otra humanita que les besaba mucho les preguntaba ¡adivinanzas! Me estaba divirtiendo tanto en aquel lugar… 


Algunos no leyeron, como uno que se llamaba Manuel, un caballero, ¿O sí leyó un poema? Y otros que se asomaban por una ventanita, creo que se llamaban Juan y Carlos, tampoco. A esos yo les estaba muy, muy agradecida, porque ¡no podían comernos! 


Qué jugosas tres horas de reloj humano pasé en aquel lugar. Parece ser que era el día del Libro, a lo mejor por eso se habían reunido aquellos a hablar de palabras y renglones, versos y vida. O a lo mejor no. ¿Cómo lo voy a saber yo si solo era una pobre teja? Pero una muy afortunada, todavía me dio tiempo a ver los lavabos de aquel extraño lugar y había discos en las paredes y cintas de vídeo decorando todo. Lo sé porque lo comentaron dos de ellos, no porque yo, pobre de mí, entendiera nada de música… Aunque algo de concierto escuché antes de pasar a mejor vida, algo de que por lo menos a alguien, qué suerte, a alguna humana le había dado tiempo a estar en toda la tertulia antes de tener que marcharse. “¡A mí también, qué suerte he tenido!”, quise gritarle ¡Qué suerte que al final me ha dado tiempo a estar en mi bandeja toda la reunión! Quise decirles. 


Pero una lengua arrastró la última miga que quedaba de mí, una que estaba cobijada detrás de una muela en aquella boca. Pura resiliencia. Una miga, eso sí, que tras vivir esa extraña reunión de futuros colgados se fue bien contenta a su destino, además de satisfecha, era su condición, por haber endulzado la vida de alguien.



Rocío Díaz Gómez
25 de abril de 2025





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