Una
tarde en el batiscafo
Por
una rara decisión del destino, hoy 9 de abril de 2043 he cumplido 100 años. No
me acuerdo de dónde he puesto las gafas, ni con qué finalidad me encuentro a
veces en el cuarto de baño, y me cuesta mucho recordar cómo se llamaba esa
actriz norteamericana maravillosa de la que siempre anduve enamorado, esa
Marilyn no sé cuántos que me ponía los dientes afiladísimos cuando todavía me
quedaba alguno.
Pero
hay cosas que no se olvidan nunca.
Tal
es el caso de lo que viví la tarde del miércoles pasado; quiero decir, del
miércoles, 12 de marzo de 2014, que fue como si hubiera sido ayer, como si la
memoria de los centenarios fuera más caprichosa que las efusiones de una
adolescente.
No
me daba cuenta entonces, apenas iniciado el declive, de lo fresca que seguía
rebullendo la sangre que refrescaba mi corazón. La misma que, por fortuna, lo
remansa ahora, cuando ya ha pasado tanto tiempo de aquella época miserable y
corrupta, previa al derrocamiento de la
monarquía, en la que, sin embargo podía producirse un cónclave “jabonado de
delfines”, para gloria y contentamiento de los poetas que allí nos reuníamos.
¡Oh tempora, oh mores..!
El lugar de reunión yo lo llamaba El Batiscafo, pues era una sala subterránea
acristalada. Si no llegaba la luz del sol, sí la azulada de un imaginario fondo
marino por donde discurría la profundidad, el misterio y las imprevistas
bancadas de metáforas, enriquecedoras de versos y prosas.
Javier,
el capitán Nemo de aquel periplo semanal, acababa de regresar de Creta con un
regalo para Aureliano, el patriarca de la tribu, consistente en una estatua
donde Teseo luchaba, como el propio Aure, con ese Minotauro que todos
albergamos en lo más laberíntico de nuestro ser. Fue el mejor regalo que pudo
complacernos a todos, luchadores o no, de aquel cotarro mágico, iluminado por
las más encantadoras sirenas que pudieron reunirse nunca en Madrid.
Empezaré
hablando de la sirena llamada Paloma Hidalgo, de la que estaba tan enamorado
como de todas las demás allí reunidas, y como de aquella Monroe (¡ahora me
acuerdo!) que endulzó las horas más ásperas de mi adolescencia provinciana en
cálidos y reconfortantes aislamientos… Era una espléndida rubia, la Hidalgo, no
la Marilyn, que acababa de cumplir los más bellos cincuenta años que vi
jamás. Tenia un aura adolescente y un
leve roce de tristeza en el fondo de sus ojos, pero esa tristeza la desmentía
constantemente con una sonrisa tan poderosa que paralizaba el tiempo (la
recuerdo y, en efecto, el tiempo ha cristalizado: ayer es hoy).
Paloma
abrió sus alas y dejó palabras suyas volando por el interior del batiscafo.
Eran de un pequeño relato, llamado Pecata Minuta, donde manos, plata, acero,
combinaban su magia sonora, como letras de un cefirot, de diamantina armonía y
claras evocaciones sentimentales; de hecho, al otro lado del cristal de nuestro
hermético navío, multitud de sirenitas transparentes, del tamaño de un dedal, y
cuyos rostros eran singularmente iguales al de Paloma, aplaudieron sin hacer
apenas ruido, de manera que algunos tertulianos lo confundieron con los rumores
procedentes de la librería del piso de arriba.
Le
tocó el turno a continuación a la sirena llamada Isabel Morión, y sin haberlo
buscado me ha salido un pareado.
¿Cómo
era aquella majestuosa y elegante sirena santanderina, en cuyos ojos intensos
refulgían las tormentas más emocionantes
del Cantábrico? Tenía la voz poderosamente femenina de una locutora de los años
treinta, una voz sin embargo tierna y sencilla, como las que surgían de las
radios galena antes de que una voz de tiburón machihembrado dijera por las
ondas aquella obscenidad de “La guerra ha terminado…”
Como
si la guerra que siguió a la guerra, que por aquellas fechas cumpliría setenta
y cinco años, hubiera terminado alguna vez.
No,
no había terminado, sino que se había recrudecido: algaradas, cargas brutales,
precariedad, angustia, miedo al futuro… Todo aquello rebullía esa primavera
triste, como flores del infierno azotadas por la tempestad, al otro lado del
cristal de nuestro batiscafo, a donde no llegaba el ruido de los cascos, cada
vez más cercano, de esos Cuatro Jinetes que acompañan siempre al fin de una
época.
Con
su voz de monja arrepentida, que nos ponía las pilas a todos, Isabel Morión
evocó la figura enorme de Caballero Bonald, uno de los pocos poetas resistentes
que quedaron en España tras el 39 y que por aquel entonces contaba con ochenta
y seis años de extraordinaria viveza.
De
su libro “El agua del olvido”, que se presentaría días después, con gran pompa
y circunstancia, nada menos que en la cripta del Gijón, enmaderada de arriba
abajo como el interior de un barril barnizado, la sirena Morión leyó un poema
dedicado a Bonald en el que se decía algo así como que “somos el tiempo que nos
queda”. Es decir, que no sabemos lo que somos ni lo sabremos nunca, por más
que, como en mi caso, acabemos cumpliendo cien años…
La
reflexión filosófica se rompió de modo festivo cuando nuestro ínclito Fenoy, de
quien hablaré más adelante -si es que me queda tiempo- dijo con toda sapiencia
y seriedad que Bonald le puso los cuernos a Cela. Pese a la carcajada general,
no tuvo a bien añadir más detalles.
En
esto el Boss Nemo, nuestro no menos ínclito Javier, cambió el tercio y leyó un
poema, que calificó de “experimental”, donde Caperucita Roja se esconde tras un
carrusel de sabrosas concatenaciones:
“Roba,
roca, ropa, roña, rosa, roja, coge, moja, roja, ruge, reja, rija, roja, ruja…”
O
algo así, y que el pacientísimo lector me perdone los lapsus debidos a mi
centenaria ancianidad, amén.
Pero
como la tarde estaba henchida de acontecimientos, ocurrió en aquel entonces la
llegada de Aureliano, nuestro Catulo redivivo, sobre cuya lustrosa calva
revoloteaban siempre las chispas de un cerebro tan amable como brillante. Y el
bueno del Aure nos perpetró un magnífico poema titulado “Universo”:
“Me
negabas ayer el universo
y
hoy resulta, mi vida, que no es tuyo.
De
lo que sólo a ti te pertenece,
Soledad
y desengaño.
No
me ofrezcas”.
Aureliano,
Aureliano, buen amigo, cómo te echo de menos en esta apacible, pero ingrata
soledad con la que se me castigan los fervores de tantos años… Pero aún
resuenan en mi monda cabeza tus poemas
para recordarme las magnificencias de tu palabra y de tu alma.
Vuelve
a perdonarme, lector, esta digresión
inoportuna, que mientras seco una lágrima continúo con el relato.
Y
fue que el Boss abrazó al Aure, ante el aplauso general –el Batiscafo se
balanceó un poco- y le hizo entrega de la estatuilla mitológica donde un Teseo
broncíneo apuñala a un triste Minotauro que, salvo devorar doncellas y
donceles, como era su obligación, no se metía con nadie que no se metiera en
los jardines de su laberinto. Ante la macarra apostura de Teseo y la doble
testuz afilada del Minotauro, no tuve más remedio que comentar sobre la
estatuilla: “¡Encima que le pone los cuernos, lo mata..!”
Menos
mal que casi nadie escuchó mi comentario.
Pocos
días después empezaron a cometerse asesinatos nada mitológicos sino bien
reales, y la sangre manchó puentes y calles de este malhadado país; como si el
Minotauro, enfurecido por tantos desmanes, hubiera decidido salirse del
laberinto, donde estaba encerrado, con los cuernos bien enhiestos. Todos
sabemos ya los incendios a que dieron origen estas primeras brasas, pero eso es
otra historia.
Que
nada tiene que ver, aunque esté inmersa en ella, con la mucho más apacible del
Batiscafo.
Hundiose
el aparato, con lentitud sedeña, en aguas de más profundos ensueños, cuando
Nemo, tras la fervorosa ofrenda al Aure, leyó su poema “Isla”:
“…Llueve
sobre el lago,
Invierno,
pérdida,
Para
que esta lluvia
Siga
cubriendo todos los recuerdos…”
Justamente,
querido Nemo, te encuentres ahora donde te encuentres: es esta misma lluvia que
cae sobre Madrid mientras escribo, aquietando penas y deslumbrando recuerdos,
como los de aquella tarde en la que la poesía, una vez más, nos salvó de la
barbarie.
María
Antonia Copado era otra de las sirenas maravillosas de aquella irrepetible
tertulia. Aunque castamente, que era sirena casada, ni la Copado ni yo podíamos
resistirnos a rozar nuestros labios a modo de saludo, pues tanto y tan bien nos
queríamos. Los ojos de su alma alcanzaban mucho más que los muy bellos de su
rostro, de modo y manera que sus ardorosísimos poemas eran leídos por otros
contertulios. Este vez le tocó el turno a Carlos, que al principio se
autoapellidó Nosabe, y luego Yasabe, él sabrá por qué. Tal vez porque, como
buen místico, le alcanzó, por obra y gracia quién sabe si de Juan de la Cruz,
esa búdica iluminación que se logra “sin saber sabiendo, toda sciencia trascendiendo…”
Así nos las gastábamos los conjurados submarinos.
Iluminado
o no, prestó sin embargo sus ojos al poema de la Copado, donde se encontraba la
nada, bosque que oculta la memoria de lo que fue. Donde también se hablaba del
sueño, huella húmeda, alma tu rostro todo mío…
Uno
de esos poemas, en fin, que pese a ser crípticos, están llenos de fervorosas
reminiscencias, esas que hacen cosquillas indelebles al corazón. María Antonia,
estés donde estés, sabes que te quiero y que mi alma está junto a la tuya.
En
cuanto a Carlos Nosé, que Ya sabe, cuyo verdadero apellido era Ceballos,
protagonizó una polémica literaria acerca de añadir o restar adjetivos a los
dientes que figuraban en su poema curiosísimo y demoledor, como casi todos los
suyos. ¿Diminutos y agudísimos dientes, o sólo diminutos dientes? Algunos nos
inclinamos por simplemente diminutos, con lo que el poema quedaría así:
“Diminutos
dientes
infectando
como la lepra
la
carne humana (…)
Y
la muerte sobrevive al cuerpo,
Sajado
con fino estilete
Por
innúmeras cicatrices…”
Carne
y muerte… O sea, la misma cosa… Mi médico, que es un papanatas, como casi
todos, me ha recomendado una serie de mejunjes que, por obra y gracia de mis
santísimos testículos, he acabado tirando a la basura. Y entonces, oh milagro,
han ido desapareciendo, uno tras otro, todos mis alifafes; o yo he dejado de
concederles importancia alguna, que de esta vida nadie sale vivo, sobre todo
mucho después de los cien años. Así ocurre porque es la mente la que cura al
cuerpo, con sus salutíferos dientes, y yo hace tiempo que le dije a mi mente
que me lo preservara hasta llegar a mi feliz decrepitud, siquiera fuese para
poder sopesar y degustar, con la perspectiva del mucho tiempo transcurrido, la
felicidad irrecuperable de aquella hermosa tarde, como tantas otras, a bordo
del Batiscafo.
Y
vuelvo a ella, pues tanto me rejuvenece, cuando tomó la palabra el guerrillero
Fenoy, émulo del Ché y de Buenaventura Durruti, que era sin embargo de
apariencia mansa, aunque de pecho tumultuosamente marino. Y pese a lo revoltoso
de sus ideas, tan compañeras de las mías, resulta que se sacó de las meninges
un poema soberbio que en nada envidiaba al Cantar de los Cantares:
“Hermosa,
ven,
Cuando
se enciende la noche
Entro
en tu jardín diminuto.
Ven,
amada,
Oh
brasa que oreas
Tálamos
y llamas”.
¿No
parece, también, un poema persa, de los inspirados por el sufí Rumí? Ah,
maravilla de las maravillas… Mientras afuera la gente se suicidaba por los
desahucios, y tanto los semirrojos como los superazules seguían decididos a
chupar del voto, a perpetrar sus tropelías, así se desangrase el país hasta la
muerte…
Rocío,
ay mi Rocío… Puritita canela en rama, y en forma de sirena pudorosa, de las que
parecían no haber roto nada en su vida, salvo palabras, para extraer sus esencias
evocadoras. Y sí que evocaron, sí, las de su relato sobre alguien que estuvo en
la cárcel de Soto del Real, donde podía “chutarse letras en vena”. Palabras,
palabras… Pero, así lo dejó escrito, “hay peores cárceles que las palabras”.
Rompo
los barrotes de esta cárcel de palabras donde me encuentro, para volar hasta el
recuerdo de una de mis sirenas favoritas, la gallega Ana, a la que una vez le
di un bico en la boca –con permiso de la autoridad, y dado que el tiempo no lo
impedía y el compañero estaba ausente-, porque también la quise, y la sigo
queriendo ahora, esté donde esté. Creo recordar que nos leyó aquella tarde un
lindo poema, “Ainda”, medio galaico y medio castellano:
“Da
miña boca
aún
siento que fue mañana
y
no ayer…”
También
anunció su marcha a Australia, como médico sin fronteras, desde donde nos
escribió después mails llenos de encanto y efusividad. Ana: cómo olvidar las
cenas majestuosamente gallegas a las que nos invitabas en el jardín de tu
ático, cómo, así pasen mil años, borrar de la memoria esa risa tan
enriquecedora que no encuentro adjetivos para dibujarla, esa vitalidad cuya
descripción llenaría páginas y páginas en una novela de Balzac… Eras musa
principal, y poema viviente, del Batiscafo. Cuánto te echamos de menos desde
que decidiste marcharte a los antípodas y yo te recomendé que caminaras allí
con mucho cuidado, no fueras a caerte bocabajo…
Hete
aquí que tomó luego la voz recitante Juan Carlos, el poeta que era más amable
que un jardín brotado en medio del Sahara. Y de la voz del poeta surgió su
poema “El Cometa” (éste también pareado, pero buscado):
“Lanza
al cielo la antorcha del asombro,
vibran
los planetas
en
la ancha libertad que alberga tu pecho…”
En
el nombre de la libertad no se cometían crímenes (como los de afuera del
Batiscafo), sino poemas estupendos, como los de la sirena Alma, experta
buceadora en aguas serenas y reidoras, en compañía de palabras que tremolaban
con la Senyera o con el rojo y albero de la hispánica, que por igual la
acompañaban en dulce danza de peces como labios:
“A
veces el agua olvida los cauces,
llueve
a carcajadas en ritmos transparentes…
¡Es
tan intenso el no ser!”
El
poema se titulaba “Arabesco del agua repensando su curso”, y eso es la vida
cuando regresa a sus primeras orillas, eso es la cada vez más precaria memoria
en la que, sin embargo, se clavan
momentos indelebles que dan sentido a todo transcurrir.
A
continuación leí yo, no me acuerdo qué, y luego vino Alberto y nos contó cosas
de su agridulce viaje a la India, de Bombay, caótica, ruidosa, sucia,
contaminada, de Madurai donde encontró una paz relativa en el asram donde se
alojaba, de que las castas siguen funcionando… En el corazón de aquel infierno,
sin embargo, sigue existiendo la felicidad, que no es otra cosa, aprendió en la
India, que la persecución de la belleza y la persistencia de la esperanza.
Parece
que no le sentó nada bien el periplo hindú a este soberbio novelista, que
escribe mientras sigue buscando su lugar en el mundo, pero pronto se recuperó.
Cinta,
la sirena Cinta, cuya rotunda belleza estremecía los cristales del batiscafo
tanto como su sonrisa interminable, como sus ojos del más hermoso color
indefinible que viera nunca. Cinta, digo, leyó su poema “Nómadas”, del que
recuerdo “El desierto renace en plena noche oscura”. Extraño y sugerente semihaiku cuya imagen
poderosa me recuerda –ah, memoria, a veces tan grata- las noches de luna llena
a bordo de ese mar infinito que es el Sáhara…
Juan
Antonio, que en el fondo era un cachondo de mucho cuidado, tuvo la amabilidad
de leernos algo indefinible, pero que moló mogollón, titulado (y dale con el
pareado) “Nuestro Cabezón”. Se refería a la estatuilla de los Premios Goya y
hablaba mal del ministro de Cultura de turno y de otras simplezas tan
características de aquella época, en la que los lerdos mandaban a los
cultivados y el Iva de los bienes culturales había subido, como las almas
puras, hasta alcanzar cielos inaccesibles a las por entonces miserables
economías de la mayoría de los ciudadanos. Menos mal que después de aquellos
tristes años pasó lo que pasó.
Con
la sirena extremeña Amelia Peco fui una vez al cine, y antes de que empezara la
película le propuse que nos hiciéramos “hermanicos de sangre”: había que sajar
un poco las muñecas para que nuestras sangres se mezclaran. En vez de eso, y
para evitar el dolor, nos las apretamos entre el índice y el pulgar, para
hacernos un poco de daño, y no juntamos las sangres sino el pequeño sufrimiento
mutuo. Ese ritual nos ha unido amistosamente, aunque no nos veamos casi nunca.
Yo se lo agradezco mucho, pues al ser hijo único siempre he añorado una
hermana.
Pues
mi hermanica de sangre, aquella memorable tarde en el Batiscafo, citó una cita
de Voltaire que encabeza o aparece, no me acuerdo bien, en un libro de Martín
Vivaldi: “Una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento”.¡Tenedlo
siempre en cuenta, oh poetas amigos de abundosos adjetivos: menos es más!
Pido
perdón, posiblemente póstumo, a los no citados, que ya fueron pocos, pero es
que me he cansado de escribir, y no quiero convocar a Caronte todavía, y menos
por fatiga dactilar frente al ordenata.
Menos
da una piedra.
Y
paso a paso, piedrita a piedrita, acabamos derrocando los David populosos la
tiranía de Sansones coronados, como todo el mundo sabe. Que menos es más, pero
cuando los más se juntan no hay menos que lo resistan.
Deo Gratia.
José León Cano
21 de mayo de 2014